RESUMEN

Maquiavelo solía decir que para que una cosa recupere su esencia, es menester volver a los principios que le dieron vida. En el caso de la política, esos principios son los mismos que el liberalismo defiende: la igualdad ante la ley y el respeto a derechos patrimoniales. Sin embargo, hoy la política está lejos de estos objetivos.

Si en el presente la política es sinónimo de un poder capaz de violentarlo todo, es porque se ha desnaturalizado su esencia. Así es, la política no es agresión. Y no lo es (o no lo fue) porque desde sus orígenes estuvo ligada al comercio, y todo lo que él sabe llevar a cabo y activar. Por ello, no encaja con la violencia que Weber tuvo como monopolio del estado. Todo lo contrario, la política surgió para salvaguardar vidas y patrimonios.

Éste es el originario norte de la política, empero lo que hoy entendemos por política está muy lejos de salvaguardar vidas y patrimonios. Todo lo contrario, en el presente lo que se llama “política” es una directa amenaza a los derechos de las personas. Siendo que paradójicamente quienes en la actualidad enfrentan a esta “política” son acusados de promover la antipolítica.

Este volver a mirar los orígenes está lejos de ser una apuesta nostálgica. No podría serlo, porque repasar su historia invita a advertir instancias que fueron mucho más modernas de las que hasta hoy ha ofrecido la propia modernidad: como es el caso del autogobierno de las ciudades-repúblicas bajomedievales, forjadas desde emporios netamente comerciales.

Introducción

¿Desde cuándo la política es sinónimo de pillaje, corrupción y comportamiento vil? ¿O siempre fue así?

Por intermedio de Stefan Zweig, sabemos que Napoleón la asumía como la fatalité moderne. Y no desvariaba, porque ya a fines del siglo XVIII todo es político. A pesar de los fracasos, la convicción ilustrada que juzga que desde el poder es posible reordenar cada uno de los asuntos humanos no ha dejado de imperar.

Haciendo un balance de esa pretensión en lo que le tocó ser partícipe y testigo, en 1946 George Orwell se vio empujado a ser sincero: la política es una masa de mentiras, evasivas, estupidez, odio y esquizofrenia. Por la manera como la concibe, el peso de su desengaño y frustración debió haber sido enorme. Dos décadas después, Alejo Carpentier no pudo evitar expresar lo siguiente en su homenaje a la gesta francesa de 1789: La Revolución había forjado hombres sublimes, ciertamente; pero había dado alas, también, a una multitud de fracasados y de resentidos, explotadores del Terror que, para dar muestras de alto civismo, hacían encuadernar textos de la Constitución en piel humana. Puntualmente, es el mismo desquiciamiento que hace decir a Antony Beevor que usar el término política para hacer referencia al Tercer Reich puede inducir a error.

No obstante lo indicado, la política moderna es tenida como una superación del oscurantismo y la barbarie de las etapas precedentes. Empero, la constante nunca dejó de ser la agresión y el despojo desde esa poderosa droga —según Primo Levi— que es el poder. Como demostración de los efectos deletéreos de este elemento, J. J. Tolkein recreó en El señor de los anillos (1954) la deformación moral y física del otrora noble hobbit Sméagol. Sus ansias de poseer el precioso —el anillo que otorgaba el poder— lo transformaron en el horripilante Gollum.

¿Poder y política son lo mismo? Fuera de lo puramente imaginario, Bertrand de Jouvenel prefirió evocar la figura del Minotauro para trasmitir la idea de una creatura exclusivamente motivada por el poder…. siempre el poder… el objetivo de la política… por lo que —como Mao Tse-Tung— exige sanguinosamente juventud y belleza. Pero no nos equivoquemos, no sucede a la inversa: el poder no tiene por meta la política. Su desiderátum es atrapar la pura imposición, esa acción violenta que invita a que aflore lo diabólico e inhumano. Por eso en 1651 —en pleno amanecer de la modernidad— Thomas Hobbes sacó de la manga su Leviathan, un espantoso monstruo bíblico capaz de aplacar la codicia humana. He aquí una bestia que se eleva por sobre bestias, si es que nos remitimos al experto en demonios y endemoniados Jean Bodin y su alegoría de que el pueblo es un animal de muchas cabezas.

¿Puede dar buenos consejos un saber disperso en muchas cabezas? ¿No es ello como pedirle cordura a un loco? Bodin dirá que ese fue el defecto de las repúblicas populares de la antigüedad que las monarquías absolutistas de su tiempo (sigo XVI) deberán evitar. ¿He aquí una apuesta realmente “moderna”?

En Creación (1981), Gore Vidal pone en boca de un embajador persa moviéndose en la Atenas del siglo V. a.C. la siguiente frase: ninguna muchedumbre puede gobernar una ciudad, mucho menos un imperio. ¿Qué es lo que el ficticio enviado de Jerjes vio entre los hijos de Atenea? Como puede suceder con un personaje real del presente, estamos ante quien no comprendía que el poder no habite omnipotente en una sola entidad.

De la literatura testimonial e histórica a la fantástica, cada uno de los autores antes citados no hicieron más que exponer la constante de la violencia institucionalizada. Ello hasta el grado que la mayoría de los habitantes de las diferentes naciones del planeta —de las más prósperas a las más pobres— casi terminan dando las gracias por el maltrato sufrido. Exactamente el motivo por el cual en 1756 el joven Edmund Burke —antecediendo doscientos años a Albert Camus— dijo que el Leviathan es ese poder civil que ha inundado la tierra con un diluvio de sangre, mejorando el misterio del asesinato.

Si para Camus la Segunda Guerra Mundial estaba recién concluida cuando lanzó El hombre rebelde (1951), para Burke la revolución francesa aún estaba a tres décadas de distancia. Lejos de saber que hacia 1790 redactará sus Reflexiones sobre la revolución francesa, muestra en su mocedad una indubitable repulsa contra el poder. Le repele, siendo que mayor será su rechazo cuando los jacobinos entren en escena cegados por el delirio de concentrar todas las magistraturas en un solo puño.

Paradójicamente, aquellos autodenominados “republicanos” harán realidad el viejo sueño de los reyes galos —tenidos como genéticamente degenerados— de secuestrarlo todo alrededor de su lumbre. Benjamín Constant se mofará de ello, haciendo ver lo primitivo que era volver a exigir que un monarca administre justicia al pie de una encina. Pero hoy —preguntaba— ¿qué se vería en un juicio dado por un rey, sin la participación de los tribunales? Respondía: la violación de todos los principios, la confusión de todos los poderes, la destrucción de la independencia judicial, deseada tan enérgicamente por todas las clases.

Contra lo que comúnmente se entiende, esa hazaña regresiva hizo más inclinada la pendiente hacia el poder para el hombre común. Lo colocó a una distancia mayor, casi inalcanzable. Sin paradojas, será en el período de la máxima democratización de la sociedad cuando la política se torne más ajena que nunca a la gente e invite a la antipolítica. Así es, en las postrimerías del siglo XIX Friedrich Nietzsche profetizará que la democratización de Europa es un organismo involuntario para criar tiranos. Como Alexis de Tocqueville, es de los que dirá que había que hacerse de una nueva política. Claramente, ya hacía mucho tiempo que la única forma para redescubrirla era sumergiéndose en una cada vez más escurridiza civilidad.

¿La política es violencia?

Por lo hasta ahora señalado, ¿se puede plantear que la política es ineludiblemente una imposición, un todopoderoso aherrojamiento de fuerzas maléficas?

Si para la teoría política clásica el poder es de muchos y la violencia corre por cuenta de individualidades, entonces ¿por qué el demos produce tiranos? ¿O es que la política es el arte del tirano, una ciencia para cíclopes y titanes? ¿Son estos los intrusos que busca arrear hombres para su singular provecho?

Haciendo uso de su gran erudición y amplio soporte intelectual, Max Weber asumió a inicios del siglo XX una visión por demás discutible: que la política es un eco directo del estado. Sin duda, vivir en medio de una atmósfera de exigencias holísticas y de conceptos sobrecargados tiene sus consecuencias. Días profusos en pensamientos delirantes y discursos violentos, de vestimentas paramilitares, fuerzas de choque y mesianismos providencialistas que el grueso del público recibió con resignación y hasta con complacencia. Bajo este ambiente denso, un joven judío emocionalmente frágil se verá alentado a hacer una precisión sobre el tema en clave incendiaria. Completamente absorbido por su tempo, el místico Walter Benjamín hará saber que en alemán Gewalt no sólo es violencia, sino también poder legítimo, autoridad, fuerza pública.

El alemán se abre paso como lengua filosófica, aunque no se repara que los que hacen filosofía son teólogos y profetas liquidacionistas del orden demo-liberal que les permitió filosofar. Como émulos de Savonarola, estamos ante quienes piden hogueras a las que luego ellos mismos serán lanzados. Puntualmente, la piromanía de los viejos sacerdotes se ofrece como remendadora de entuertos. Y como los neomísticos Martin Heidegger y Carl Schmitt, el esteta hebreo-marxista Benjamin colegirá que la política es conquista, imposición y guerra. En consecuencia, los derechos tendrán el regusto del que despoja al calor de la divinidad. ¿Por ello el despojado deberá de sentirse mejor y asimilar los golpes como quien recibe a plenitud de consciencia el agua bendita?

Esta es la característica del grueso de los conferenciantes y del auditorio post colapso de la decimonónica civilización demoliberal. En ese sentido, Weber fue uno más. Ello lo demostrará en 1919, cuando en su célebre conferencia sobre la política como profesión convierta en tesis académica el bárbaro aserto de un delegado ruso en las reuniones de paz de diciembre de 1917 en Brest-Litowsk: todo estado está fundado en la violencia. Esa fue la expresión que lo secuestró. Y el delegado ruso que la pronunció no fue otro que León Trotsky, uno de los líderes más connotados de los golpistas que liquidaron el breve paréntesis demoliberal que bregó por esterilizar la vieja autocracia zarista. Tal es como dos años después de ese dictum, Weber hará célebre un modo de ponderar lo público que la teoría clásica siempre tuvo como una abierta negación a la política.

Pocas semanas más tarde de la citada conferencia de Múnich, estallará una abierta guerra civil. Desafortunadamente para la salud del sabio, le tocó ser testigo de lo que más temía: el asomo del moralismo comunista y su vertical camino a la felicidad, así como de su correspondiente represión. En resumen: vio la pugna de egocéntricas individualidades en aras del poder, en aras de convertirse en déspotas o tiranos desde alocuciones fundacionales de nuevas formas de hacer política.

El miedo de Weber se justificaba porque entre ambos bandos el monopolio de la violencia no garantizaba ningún futuro pacífico. Si el objetivo de reivindicar dicho monopolio para el estado era porque éste garantizaba la paz, Weber morirá (junio de 1920) aterrado por lo que podía ocurrir. Que es lo que a la postre ocurrió, lo que le hará decir a Hannah Arendt que las guerras y las revoluciones, no el funcionamiento de los regímenes parlamentarios y los partidos democráticos, constituyen las experiencias políticas fundamentales de nuestro siglo. Al fin y al cabo los estados —tanto los democráticos como los no democráticos— llegaron a ser mucho más poderosos de lo que fueron a inicios del siglo XX, lo que no precisamente revirtió la idea de que la política es una actividad innoble, depravada y sórdida. Todo lo contrario, la confirmó con creces.

Weber estaba muy lejos de representar los viejos valores democráticos. Por ello con suma facilidad hizo suya la sentencia de Trotsky, rubricando para la posteridad: Esto es realmente cierto. ¿Lo era?

Si retrocedemos hasta la Política de Aristóteles, veremos que la afición por guerrear —es decir, por ejercer violencia— es connatural al ser inferior… pero también al superior… Exactamente aquella bestia o ese dios que no puede vivir en comunidad por exceso de autosuficiencia. Citando a Homero, el también autor de la Ética nos refirió al ser insocial sin tribu, sin ley, sin hogar. Justo lo que encaja tanto en un cíclope como en el indiscutiblemente humano que regenta un estado.

El elitismo promonárqico de Aristóteles no puede ser obviado aquí: para él —como para su maestro Platón— el mortal que gobierna a otros mortales es un ser distinto a sus semejantes. No es un igual. Como no le son iguales cada uno de los humanos que por su “inferioridad” han nacido para obedecer. Factor que justifica el someterlos, pues entiende que es “natural” que el superior o el más fuerte doblegue al débil.

¿Cómo se comprueba esa “superioridad” y esa “debilidad”? Innegablemente, en el campo de batalla. Como lo recuerda el mismo Aristóteles, no en vano los primeros demagogos surgieron de los generales. Si la regla es que sólo unos pocos pueden distinguirse por su excelencia, será en el combate donde el descastado revierta su suerte y sea encumbrado por los dioses.

Ya en la República, Platón juzgaba que la guerra acompaña al afán ilimitado de posesión de riquezas. ¿No había otra manera de emprender? Como en los remotos días de los héroes de la Ilíada, la forma más aplaudida para trascender seguía siendo a través del uso diestro y sudoroso del escudo, la espada y la lanza. Aunque ya ese mundo estaba físicamente enterrado, retóricamente continuaba respirando. Así pues, discursivamente aún era preferible ir a Troya para cubrirse de gloria combatiendo y morir joven antes que vivir una vida oscura e insignificante. Desde este tenor es que debemos de leer el decreto de Solón (siglo VII a.C.) que sancionaba con la pérdida de la ciudadanía al ateniense que no optaba por un bando en caso de guerra civil. A ello Roma no fue ajena. El escudo, la espada y la lanza la fundaron. Eran los arcaicos símbolos de su derecho, instrumentos que le permitían a sus huestes tomar lo ajeno por propia mano. Un despliegue de “virilidad” que sólo recaía sobre los foráneos.

El mensaje de los siglos no puede ser más elocuente. Si para el moderno Elias Canetti matar era la forma más baja de supervivencia, los milenios plagados de crímenes confesaban que ese proceder le permitía a los mortales aproximarse a los dioses. No por accidente la destrucción de Troya —la de murallas construidas por dioses— fue tenida como la mayor expresión de vitalidad humana para griegos y romanos.

El significativo volumen de esclavos en ambas sociedades confiesan su sino. En Grecia la presencia del igualmente abultado número de siervos delata quiénes eran realmente los primitivos pobladores de esas tierras. Junto a los extranjeros y las mujeres, ninguno de estos sometidos por la fuerza podían ser ciudadanos en la ciudad más perfecta. No todo el que vive dentro de los muros de la polis es ciudadano, pues ser ciudadano en ella era estar en la medida de lo posible exento de trabajar. Una exigencia igual a la que se les pedía a los sacerdotes paganos, ya que así honraban mejor a los dioses. Como resaltó Cornelius Castoriadis, aquí no hay esclavos ni hombres libres por naturaleza. Es la guerra la que los vuelve así.

Como vemos, la abierta beligerancia es la forma de vivir que más ha preponderado en materia política. La constante siempre estuvo en ver a la paz y a la concordia como un síntoma de debilidad y decadencia. El “peligro” de dejar de matar y de robar en lugar del “vergonzoso comerciar” está inserto en el nervio de los textos clásicos, como un cavernoso eco de la generalizada barbarie de la antigüedad. Puntualmente, es lo que invitó a la corrupción a los lacedemonios cuando alcanzaron la hegemonía entre los griegos y se les agotaron las grandes contiendas bélicas. Es el orbe que se rige bajo la urgencia de guerrear sin fin, aunque el riesgo del vencedor es que tarde o temprano termine corriendo la suerte del vencido. Ese fue el motivo del profundo llanto de Escipión Emiliano ante la destruida Cartago. Como le dijo a Polibio: Un momento glorioso, pero tengo el terrible presentimiento de que algún día la misma sentencia será pronunciada sobre mi propia tierra.

En Roma esa incertidumbre será el cimiento de un “estado de necesidad” del que Sila hizo uso y abuso. Si la Roma republicana vetaba la presencia de ejércitos cerca a sus límites, el ingreso de tropas en su recinto dejará un triste legado. Para Montesquieu este herético proceder enseñó a los generales romanos a violar el asilo de la libertad, a inventar proscripciones y poner precio a la cabeza de los contrarios. A partir de ese momento, los intentos de socavar los cimientos de la republica romana serán más intensos.

Indudablemente el comportamiento de Sila fue el de un romano en estado originario, que ve el espíritu republicano a través de las violencias. ¿Quizás porque como soldado juzgaba que era el indicado para salvar al populus de los peligros reales o imaginario? Como los golpistas de todos los tiempos, ¿sintió el llamado? No en vano populus significa originalmente “llamamiento a filas”. O meramente su accionar no fue más que el darle rienda suelta a un decisionismo subyacente en toda organización gubernamental, el que no temió invocar el imperium que colocaba a los ciudadanos en total dependencia del magistrado que lo detentaba. Así es, el imperium suprimía a la libertas.

Desde Sila la necesidad no tiene ley. En palabras de Tito Livio, esta es la última y más poderosa de las armas. Tal es como la ultima ratio se abre paso sobre el amplio abanico de las soluciones civilizadas para pasar a convertirse en prima ratio. Emerge el tipo de hombre que hizo padecer a Cicerón, el mortal que conduce el destino de una república quiso ser inmortal. Empero, si Roma pudo contener su congénita apuesta por la violenta necessitas fue porque también estaba en su complexión una noción de ciudadanía sustentada en el respeto a derechos. Sin embargo ahí donde esta manera de entender la ley no existía o simplemente carecía de afianzamiento, todo clamor por anteponer criterios de “estado de necesidad” se erigía en una abierta amenaza a quienes habían reemplazado el pillaje por los intercambios voluntarios. Así pues, cuando Arendt dice que en la sociedad moderna la necesidad ocupa el lugar de la violencia nos obsequia sinónimos del problema antes que antónimos para su solución.

¿Arendt no reparó que durante milenios sociedades enteras se autodestruyeron por la forma en la que satisfacían sus necesidades? Claramente supo de sobra que invocarla era recurrir a instancias prepolíticas, el piso desde donde se justifican aquellas tiranías legítimas y santas injusticias que Tocqueville tanto temió.

La política clásica

Hasta ahora hemos descrito comportamientos políticos de los que detentan el poder, que es perfectamente aplicable a los que aspiran a él. Pero también hemos hecho referencia a una Roma capaz de contener la violencia a través de derechos ciudadanos. Esto último es la máxima expresión de la política clásica, el núcleo de un legado donde la violencia —por purificadora que sea— no tiene cabida.

Es esta la razón por la que Nicolás Maquiavelo no empleó la palabra político en El príncipe (1513). Sólo concebía la política y lo político dentro de los linderos de la ciudad. No podía ser de otra manera, ya que el príncipe no es ciudad ni mucho menos un ciudadano igual a los demás. Por esa causa, estamos ante quien no puede invocar política alguna ni mucho menos puede brindarla.

Como se infiere, Maquiavelo no comparte la tesis de Weber. Su hondo republicanismo no le permitió asumir que un estado superpuesto a la ciudad pueda generar ninguna política. Según los rigores clásicos, siempre fue imposible que esta pueda darse en estamentos ajenos a la comunidad de ciudadanos. Al depender de sí misma, no estaba sujeta a dueño o patrón. En el peor de los casos, ostentaba el privilegio de conservar sus fueros o prerrogativas frente a un ocasional príncipe; autonomías que en la mejor de sus horas alentó un sobrado motivo de orgullo colectivo, que se hizo célebre a través de la frase germana Stadtluft macht frei, el aire de la ciudad libera.

Esta es una constante propiamente urbana. En su momento de máximo apogeo, il populus de Roma llegó a estar compuesto mayormente por libertos pluriétnicos de origen servil. Por eso Montesquieu profirió que Roma los recibía esclavos y los devolvía romanos. En el siglo XII la persona que vivía un año y un día en una ciudad dejaba de ser siervo. Ello no se dio por puro afecto libertario, sino para cubrir la cada vez más creciente demanda de trabajo dentro de las ciudades. Ese era el tenor de alentar que los siervos huyan de los dominios de sus señores. Aceptarlos exentos de cargas feudales permitía que se les contrate sin inconvenientes.

Aunque estos nuevos hombres libres no llegaban a convertirse automáticamente en ciudadanos, la sola proximidad a quienes sí tenían esa condición los beneficiaba en grado sumo. De esta guisa, aprovechaban la principal característica que desde sus orígenes tuvieron las ciudades: multiplicar las oportunidades ad infinitum, la base donde los materialmente desiguales advierten que las distancias sociales no son impedimento para ser tratados por la ley. Gracias a ese piso jurídico es que podrán estar cerca de hacer política, un ejercicio únicamente dable entre los que se reconocen como análogos portadores de derechos.

Desde antiguo este genésico “respeto al otro” y la necesidad de ser reconocidos por los demás como semejantes hizo que se abandonara el uso de la fuerza, dando paso a la persuasión. Es el argumentar que en su acepción latina (augere) Arendt encontrará la simiente filológica del sustantivo auctoritas. Una tradición que Occidente bebe tanto de la polis griega como de la civitas romana. Un legado de deliberación que quedará firmemente adscrita a los programas democráticos y republicanos, dos experiencias que suministrarán tanto una apuesta activa como formal de asumirse iguales. Pero no son las únicas: Moses Finley menciona tímidamente a los fenicios en el origen de lo político.

Debemos colegir que la timidez de Finley no es gratuita, ya que para la tradición clásica el “hombre político” provendrá de ese actuar y de ese hablar antes que de ese comerciar. Elementos insoslayables en la formación de la ciudad, lo que conminó a los griegos a expresar: A cualquier parte que vayas, serás una polis.

¿Esto último fue una maldición o una bendición? Fustel de Coulanges tomó esa frase como propia de magos y sacerdotes en su afán de recalcar que la ciudad se impone al hombre, canon que Aristóteles recogerá desde su teleología aserción de que la polis precede a la sociedad incluso antes de existir porque ella es el fin de toda comunidad primera. Acaso el ejemplo más célebre de este tipo de soflamas fue la oración fúnebre de Pericles. Rememorado, adornado o inventado por Tucídides, en esta alocución Atenas es ponderada como núcleo de una singular vida en común forjada a lo largo de generaciones. Una polis donde hasta el menos tangible y más efímero de los logros humanos se convertían en imperecederos.

Los atenienses fueron plenamente conscientes de su particularidad, y lo fueron más de cara a los extranjeros. Una actitud característica de los pueblos de la antigüedad, los que suelen confesarse a través del eco de “gestas heroicas” que no son más que poéticas envolturas de añejas aficiones genocidas. Por ello para Castoriadis el belicoso orbe homérico irá en paralelo al surgimiento de la polis democrática, ubicando su génesis en el siglo VIII a.C. Es decir, apunta que esa forma original de vida en sociedad se consolida doscientos años antes de la reforma de Clístenes. A fines del siglo VII a.C. en Atenas se encuentran indubitables elementos democráticos, los que no eran extraños en las colonias mercantiles de Jonia, de las islas del Egeo oriental y de las costas de Anatolia.

¿Otra vez el verdadero origen de la política tratada desde la periferia? En estos emporios comerciales nacieron los poemas homéricos y el pensamiento crítico. No por casualidad en la literatura griega será frecuente toparse con la metáfora de la nave cuando se hagan referencias al manejo del gobierno. El propio ágora no fue otra cosa que el mercado donde se intercambiaban artículos varios, compartiendo el espacio con las actividades religiosas y ciudadanas. Lugar que le permitió a Heródoto narrar su Historia y recibir recompensas pecuniarias por ello. Un escenario que Roma conoció ampliamente, que la obligó a prohibir las asambleas ciudadanas en los días de compra y en los días festivos. En su Historia natural, Plinio el Viejo entendió que ello buscaba evitar que se interfiriera en el desarrollo de los negocios.

¿Hay algo más potencialmente activo y locuaz que gente comerciando? ¿Es casual que diferentes espacios públicos hayan convivido a la vez en el ágora? ¿Que la compra-venta haya formado los cimientos de la comunicación democrática, la concurrencia de las ideas, la esferas legales, la propiedad, la competencia por los cargos electivos y la tolerancia? Así pues, todo indica que la vita activa del buen ciudadano no fue incompatible al griterío de viandantes y mercaderes. El mero contacto con los foráneos y la puja entre comerciantes liquidó el autismo de las comunidades tradicionales de la antigüedad. Rebajó muchos de sus elementos característicos. Otros sobrevivieron.

Ya que los atenienses se consideraban autóctonos del Ática, la demanda por alcanzar la homogeneidad racial alcanzará al macedonio Aristóteles. En la Política la carencia de “pureza de sangre” será tenida como factor de disensión social. No se podrá fraternizar entre tipos humanos disímiles, por lo que la democracia que permite la convivencia entre los diferentes no será griega. Como precisó Giovanni Sartori, ella será logro de la moderna sociedad liberal.

La vida política que brindó la constitución de la polis estuvo lejos de borrar las conductas más distintivas del pequeño clan, como el infanticidio y la eugenesia. Subsiste un alto grado de reciprocidad agraria. Por eso para el estagirita la felicidad de cada uno de los hombres es la misma que la de la ciudad o no es la misma. Bajo ese rigor es que Hipócrates fue contra su propio juramento, negándose a curar bárbaros porque el extranjero es el “enemigo” que contamina, el que cae en usura, en negocios contranaturales y estériles. En esa línea, no se acepta asomos egocéntricos. Se prefieren los sumisos.

Los reparos a la propiedad descienden de esta impronta, porque dejada a libre disposición eleva a su dueño sobre el común. Que es lo que conmina a Aristóteles a decir que ningún ciudadano se pertenece a sí mismo, sino todos a la ciudad. Un celo conservacionista invitará a preferir ciudades poco pobladas; para el estagirita, hasta de 10 mil personas. Un parecer análogo al de Platón, tenaz opositor a las novedades de los puertos marítimos, a sus negociantes y abundancia de gente. Para este filósofo la polis adecuada deberá limitarse a un máximo de 5.040 ciudadanos. Juzgan que una ciudad extensa tanto como una despoblada pierde su constitución. Si ya la aldea necesitaba de esta regla para perdurar, el objetivo de la polis —que es la comunidad perfecta de varias aldeas— será seguir esa línea. Por eso es que se precisa que la ciudad ideal es la que alcanza el nivel más alto de autosuficiencia, resultado directo de la convivencia de ciudadanos capaces de apuntalar una vida autárquica.

Ese es el espacio natural de la tradición clásica, donde la auto-opresión del demos campea con su celo antiindividualista. Tal es la causa por la que para este régimen la educación de los niños y jóvenes no puede estar en manos de privados. Por ende, nadie discutirá que este tipo de temas esté en manos del legislador. He aquí a un personaje que en el afán de perfeccionar a la polis se convertirá en el reformador de la política clásica.

Ya no se estará ante quien sólo se contenta con deliberar y decidir sobre la guerra y la paz, las alianzas y sus disoluciones, la pena de muerte, el destierro y la confiscación, sobre la elección de los magistrados y la rendición de cuentas. Tampoco se conforma con participar en las funciones judiciales y en el gobierno que conserva la ciudad, a lo que cualquier ciudadano puede acceder mediante sorteo. No, estamos ante quien querrá reordenarlo todo y anteponer su libertad a la de la polis. Para comenzar, es el que recusa a la democracia por su excesiva deliberación a la par que reclama un gobierno altamente expeditivo. En este último caso, el mayor inconveniente serán los derechos y la noción de igualdad ante la ley.

La “nueva política”

Con el arribo del legislador-constituyente se cierra el telón de la política clásica. Él es el portador de una “nueva política”. Ya no será el gobernante el que practica la prudencia frente a las instituciones dadas, sino también el que legisla prudentemente. Cuando Aristóteles denuncia que los demagogos llegan al extremo de hacer al pueblo soberano incluso de las leyes, describe un acontecer antipolítico.

Hasta antes de la aparición de este portento, el “hombre político” se circunscribía al universo de los ciudadanos. A la verdad, un oligárquico “cuerpo de ciudadanos”. Esa fue la causa por la que —anota Finley— «el demos nunca proporcionó a la asamblea oradores salidos de sus filas», un grupo humano similar a los barones ingleses que en 1215 pasaron a la historia como el “pueblo inglés”. Empero, el cambio mayor vendrá cuando se ensanche la función de dar leyes y se centre la atención en ese sujeto capaz de motivar normas por motu proprio. ¿No es eso lo que el platónico filósofo-rey representó? A pesar de que Platón reconoce la grandeza de los primeros tiempos de la democracia ateniense —donde reinaba la diké (justicia) y el aidós (vergüenza)—, su propuesta constituyó un directo rechazo a ese régimen. En el caso de Aristóteles, su postura monárquica lo delata por igual. Aunque la ciudad que éste invocó siempre buscó mantener el rigor de la polis clásica, siendo esa la razón por la cual Castoriadis lo tiene como anterior a Platón a pesar de no renunciar a imponerle un celador.

Con esta “nueva política”, la institucionalidad de la polis se limitará a la ética. Se dejará de ver en Grecia lo que en Roma se vió ampliamente: la demanda en favor de la igualdad ante la ley. Sin duda, el diferente origen de cada una de estas ciudades explica las distancias. Mientras la polis responde a un pasado mítico de conquistadores incluso étnicamente identificables, la civitas será producto de la conjunción de etnias y tribus dispares. La primera se entenderá como obra de caudillos-legisladores, la segunda como un producto del acaecer. Para los romanos las leyes seguirán surgiendo de la deliberación ciudadana. En cambio los griegos no se hacían inconvenientes para recurrir a legisladores extranjeros.

Esta predilección por los controles éticos antes que jurídicos hará que un magistrado que desconozca la constitución de su ciudad se deslegitime moralmente, pero prosiguiendo en su cargo. Ahora habrá que obedecer las leyes justas del tirano. La “nueva política” se desconecta con el demos y con la polis. En su alocución Pro Flaco, Cicerón acusará a los griegos de haber convertido la libertad en licencia. Únicamente sobrevivirá el clásico ideal de justicia, que se constreñirá a medir las “buenas costumbres” (como la espartana eunomia) de los funcionarios.

Como hemos indicado, en Aristóteles era dable una polis sin demos suelto en plaza. Ello porque asumía que este último había extraviado su virtud ciudadana, la que sólo podía hallarse en un campesinado que —de paso— tiene el generoso hábito de abstenerse de practicar la política. Una visión que John Stuart Mill compartirá por su temor a la democracia, a la vez que ponía en alto a la polis. Arendt no será diferente, dado que al ver a la polis como el espacio que protege al hombre de la futilidad de la vida individual confiesa un eleatismo que sólo es posible fuera del demos. Se prefiere una ciudanía activa antes que un pueblo activo. ¿Quiénes harán de esclavos, de siervos y de extranjeros insertos entre el mundo de estos xenofóbicos ciudadanos? ¿Quiénes evitarán el fastidio de desempeñar las tareas que les impiden ser libres?

Estamos ante magistrados y teóricos que piensan la polis no como hombres, sino como dioses. ¿No es eso hybris o desmesura?

Sea en la polis de Platón o en la de Aristóteles, ya en vida de ambos aquella “ciudad ideal” había fenecido. Por eso Sófocles la llora al recrear un Ayax que prefiere apartarse de ella, lamentándose que todo cambia. La polis había dejado de ser el mejor de los refugios contra la amplitud del mundo que develaban los hombres del mar. Desde el clima a las circunstancias humanas y de gobierno, ahora todo se corrompe. Los ciudadanos que de aquí en adelante salgan de esas urbes carecerán del sino agrario. Tendrán el espíritu de los mercaderes, del idiotés (idiota) que se mueven a su antojo. Son los enajenados antipolíticos que Pericles vio con desprecio por privilegiar sus intereses privados frente a los públicos. Esa queja es la que Platón buscará conjurar deteniendo la historia, sacando de la manga una aberración que sólo será una innegable demostración de su perversión y desamor a la polis.

Así es, Platón desprecia al nomos (la ley, costumbres, educación y creencias griegas). Si Jerjes no comprendió lo que éste era —¡Ah, Mardonio, contra qué hombres nos llevaste a combatir!—, el alumno de Sócrates despreciará al asesino de su maestro. Al hijo de Darío le exasperará enfrentarse contra hombres que se tenían por libres e iguales. Que se sometían a un logos impersonal, a una ley común que es patrimonio exclusivo de los que habitan en la ciudad. A ese consenso ciudadano Platón le antepone un político altamente diferenciado, como el dios que se hace Dios. Portar la ciencia o episteme del gobierno hará que se reine con leyes o sin leyes, con la voluntad general o a pesar de esta.

Contra lo que Hannah Arendt señaló, ni en Platón ni Aristóteles hubo “política clásica”. Sin polis de ciudadanos iguales —aunque estos sean una minoría de mortales— no es dable la política. Lo que impide que ella surja es que sobre el demos está el hombre regio, el basilikós, el platónico hombre político, el que manda porque conoce. Con esta supuesta novedad lo “clásico” será que el orden justo sea parte de un previo proceso de ingeniería social. Sin un marco teórico previo no se vislumbra sociedad alguna, aunque la haya. No se concebirá que pueda ser un producto espontáneo. Esos son los rigores de la “nueva política”, la que relegará la idea de un progreso forjado a pulso por generaciones de personas, donde el arte de gobernar pertenecía a todos los atenienses en común y a ninguno de ellos en particular. Según Protágoras, eso fue lo que Zeus decretó. Entre otros, esta manera de concebir la cosa pública y los asuntos humanos también estuvo visible en pensadores como Demócrito y Tucídides. Ya para Heródoto —como mucho antes pare Hesíodo— era palmario que el sufrimiento es el compañero del saber.

Como se advierte, Demócrito, Protágoras, Heródoto, Sófocles y Tucídides forman parte de una pléyade de pensadores que mostraron su aversión a la concentración de poder. Preferían su atomización. Para ellos es la dispersa inventiva humana la que crea soluciones a primera vista inexplicables, no los dioses. En cambio, los fundadores de la “nueva política” no iban por esa ruta. Al invertir la noción de politeía, Platón y Aristóteles invitaron a olvidar que en Grecia también se apostó alguna vez por la igualdad ante la ley. Desde entonces, para el que más Atenas será evocada como el más elevado ideal de vida en común. Después vendrá Esparta. Abiertamente, una “nueva política” que no tendrá ningún parentesco con la que Tocqueville solicitará en la primera mitad del siglo XIX. Pero tampoco con la que cultivó Maquiavelo entre fines del siglo XV y comienzos del XVI.

La praxis republicana

Si antes del siglo XVI hacer política todavía era una actividad noble, ello lo fue por un detalle que resalta: las ciudades marcaban la pauta, no los estados. Y la marcaban desde el imperio de la ley, siendo que la irrupción del estado moderno empujó a todo viso de autogobierno al campo de las utopías; es decir, lo que alguna vez fue posible pasó al campo de lo imposible.

Antes del viraje hacia el absolutismo, concebir que el poder podía ser diseminado para un mejor control estaba lejos de ser una mera retórica democrática. Con sus asperezas y desvíos, era posible verla concretada en los hechos. Que es lo que le aconteció en el siglo XII a un aristócrata alemán, quien fue testigo de una urbanidad resurgida seiscientos años después de la caída de Roma gracias al estímulo de la civilización urbana erigida por los musulmanes en la península ibérica. Eso es lo que el cronista Otón de Freising —el aristócrata alemán en cuestión— vio a lo largo y ancho de Liguria, Lombardía, Emilia, Romana y Toscana. Ante sus ojos, otrora humildes comunas como Pisa, Milán, Arezzo, Lucca, Bolonia y Siena se hallaban transformadas desde el siglo XI en pujantes ciudades gracias a una forma de gobierno inexistente en el resto de Europa: el republicanismo.

¿Decenas de miles de personas viendo bajo el imperio de igualdad ante la ley y gobernándose ellas mismas? Es con lo que se topó aquél historiador palaciego, quien además era nieto del sacro-emperador Enrique IV, hermano del también sacro-emperador Conrado III y tío del igualmente sacro-emperador Federico I, el célebre barbaroja. Ante tamaña magnitud de testigo, Umberto Eco lo tomó como personaje en su novela Baudolino (2000), haciéndole que su célebre sobrino Hohenstaufen le pregunte: ¿Y estas ciudades se han apropiado de todos mis derechos?

Es de entender el por qué Federico I no podía creer lo que le informaban. ¿Cómo así el pueblo de Dios eligió ir sin su pastor?, pudo haberse cuestionado incrédulo. Otón le contestó: Sobrino y emperador mío, tú estás pensando en Milán, Pavía y Génova como si fueran Ulm o Augsburgo. Las ciudades de Alemania han nacido por deseo de un príncipe, y en el príncipe se reconocen desde el principio. Pero para estas ciudades es distinto. Han nacido mientras los emperadores germánicos estaban ocupados en otros asuntos, y han crecido aprovechándose de la ausencia de sus príncipes.

Como remarca Quentin Skinner, Otón de Freising reparó que en el norte italiano «había surgido una nueva y sorprendente forma de organización social y política.» La dimensión del comercio en esa zona fue de tal magnitud que impactó en las norteñas regiones de Flandes y Brabante. También alcanzó a lo que hoy es Francia, transformando sus aisladas villas y aldeas en interconectados mercados. El cambio fue significativo. Daniel Waley comprobó que ese auge iba de la mano con la ampliación de propietarios. En sus pesquisas, dirá que en el tardío y decadente siglo XIII cerca de dos tercios de las familias urbanas eran dueñas de tierras rurales.

Cuando en esta última centuria Tomás de Aquino —también emparentado con la dinastía Hohenstaufen— deje entre sus abundantes manuscritos uno dedicado a un joven príncipe chipriota, llamará la atención su mención al gobierno político de las ciudades del norte italiano. Como su admirado Aristóteles —quien dedicó su Protréptico a Temisión, príncipe de Chipre—, Aquino concebía que es más útil para la sociedad el gobierno de uno solo que el de muchos. Y si se puede prescindir del comercio —siempre bajo la influencia agraria del estagirita y del aislacionismo griego—, mejor. Como Platón, mejores augurios le dada a las ciudades alejadas del mar. Recordemos: para Tomás de Aquino el comercio era inhonesto, por lo que para él la usura y el préstamo con intereses no tienen distinción. Óptica antieconómica que complace a Chesterton en los antiliberales años 1930, lo que le hace decir que estamos ante quien anticipó desde el primer momento el peligro de aquella confianza en el comercio y el mercado que se iniciaba más o menos en su tiempo, y que ha culminado en el colapso mercantil universal del nuestro.

El señalado manuscrito será conocido como De Regimine Principum ad Regem Cypri. Es un texto inacabado de alrededor de 1265, que fue “completado” por una segunda pluma. Un anónimo escriba que ofrecerá una visión de la política que hoy es “incomprensible”. Y ya que Tomás de Aquino tiene mucho que ver con lo que modernamente entendemos por política, es llamativo que esa segunda pluma demuestre no compartir la predilección absolutista ni anticomercial del santo.

Claramente, la inclinación de Tomás de Aquino por el régimen monárquico no encajaba con el tono de redacción que había en buena parte De Regimine Principum. Las referencias a las ciudades-repúblicas, sus magistraturas y la buena ventura de su vida comercial era una evocación extraña. Ante esa saltante contradicción, los estudiosos comenzaron a indagar quién fue realmente el autor de esas líneas. Y ya que la obra era una especie de manual para la educación de un príncipe —afín a los tratados utópicos y moralizantes— los contrastes no podían soslayarse. Así pues, ¿quién fue el que incrustó un notorio discurso político-republicano dentro del trabajo de un autor confesamente antipolítico o antirrepublicano?

Gracias a los investigadores, hoy sabemos que la persona que “completó” De Regimine Principum fue Ptolomeo de Lucca. Este contemporáneo, directo discípulo y hasta biógrafo del futuro santo fue el que cometió el “yerro” de titular República a la Política de Aristóteles. Quizá su lugar de origen tenga mucho que ver en esa reestrenada “vieja política”. Al respecto, mientras Maquiavelo evocó a Lucca por haber sido comprada por el genovés Gerardino Spinola en treinta mil florines —previo rechazo de los florentinos—, en el convulso siglo XVII James Harrington rememorará a Lucca como ejemplo de una ciudad que sustenta su libertad en el respeto a las leyes: formuladas por todos con el único fin de proteger la libertad de cada individuo privado, lo cual acaba convirtiéndose en la libertad de la comunidad. Para Harrington y su generación —calificados por Skinner como neorromanoscommonwealth es república, aunque ya su postura es más libresca que vivencial. Por ello su Oceana (1656) es abiertamente una utopía. Está lejos de ser un texto de teoría política a la usanza del republicanismo clásico, que siempre gustó de dialogar con su coyuntura.

Alrededor de tres décadas después de ser abandonada la redacción de De Regimine Principum por Tomás de Aquino, Ptolomeo de Lucca prosiguió con la obra. Skinner lo tiene como autor de la mayor parte del libro segundo y de los libros tercero y cuarto. Para Eudaldo Forment, el santo sólo alcanzó a redactar hasta el capítulo cuarto del libro segundo.

Las diferencias son visibles. Será el alumno y no el profesor el que nos noticie sobre ciudades autogobernadas. Un tipo de régimen al que señala de politicum —como la república romana y el Israel de los jueces—, en contraposición al verticalismo que caracteriza a las monarquías. Siendo que la diferencia mayor no estará en que si es el pueblo o el rey el que se hace cargo del poder, sino que ese poder se ciñe a la ley. Obviamente será menos complicado constreñir a los representantes del pueblo, pues históricamente el rey siempre se asumió como una lex animata: una directa encarnación de la ley.

Situado en la vereda opuesta a su maese, vemos a Ptolomeo de Lucca someterse a las experiencias históricas que a Tomás de Aquino le fueron irrelevantes —incluidas las bíblicas—. No será ello una mera discrepancia entre maestro y discípulo, pues durante siglos se pensó que el aristotelismo fue el que activó el republicanismo bajomedieval. Pero es palmario que este último es muy anterior a la reaparición de los textos de Aristóteles, los que supieron de “amplia lectoría” gracias a sus traductores de mediados del siglo XIII: el franciscano inglés Roberto Grosseteste (traductor de su Ética) y el dominico flamenco Guillermo de Moerbeke (traductor de su Política). De ese modo, el agregado de Ptolomeo de Lucca informa de una corriente de argumentación cívica preexistente en doscientos años al arribo de la obra del estagirita. Una corriente que convivirá con el lenguaje antirrepublicano que éste active.

Como lo precisó Skinner, ya en sí los frescos que el sienés Ambrogio Lorenzetti pintó en la Sala dei Nove del Palazzzo Pubblico entre 1337 y 1340 carecían de relación con las tesis aristotélicas. Centrando sus pesquisas en los pintores flamencos de mediados del siglo XIV e inicios del XV, Tzvetan Todorov develará un denominador común aún extraño a la Italia de aquel período: el descubrimiento del individuo. A doscientos años de la Reforma, el hombre concebido por los artistas de la urbanidad del norte de Europa deja de ser un simple juguete en manos de Dios para convertirse en alguien que él mismo quiere ser. Como se muestra, ni Aristóteles ni Tomás de Aquino jugaron rol alguno en el resurgir del discurso republicano. Más bien las tesis de ambos servirán de abono para minar los soportes del autogobierno urbano en pleno auge económico de las ciudades.

Cuando en 1439 se le pida a Leonardo Bruni que le dedique unas líneas a la constitución de su ciudad, redactará en griego un panfleto titulado Sobre la Politeia de los Florentinos. Su intención se centró en reivindicar el sentido de su comuna en clave democrática. Aunque aquí el objeto de la política es la república, para entonces no eran pocos los que comenzaban a creer que lo mejor estará en huir de la città y buscar la felicidad en la vida contemplativa y solitaria. Es lo que en el Quattrocento Francesco Petrarca había llevado a cabo, acaso por exceso de ensimismamiento. Pero en el siglo XV esa postura ya delataba un cariz de gravedad pública, que es lo que puntualmente veremos en Gian Francesco Poggio Bracciolini. Revisando el republicanismo de éste último humanista, Viroli sentenciará: «Cuando la política se convierte en búsqueda del poder, el hombre sabio huye de ella.» Se pasa de Cicerón a Séneca, que es abandonar la ley y la ética de la ciudad. Así es como los siempre pequeños grupos de ciudadanos activos pasan a diferenciarse cada vez más del resto de sus conciudadanos. De la “vieja política”, pasan al bando de los apolíticos por exceso de “nueva política”.

Los liquidadores de la política

El discurso liquidador de la política es el que eleva al príncipe por sobre el popolo. Es el discurso antipolítico que se hace político, el que pasa a ser patrimonio del estado. Eso es lo que Weber recoge. Donde no hay ejercicio de una ciudadanía celosa de su libertas frente al poder, sino de quienes quieren ser parte de él para ser “más libres” que sus semejantes. Ahora el poder se independiza. Todo viso de autogobierno se apaga. Es el colapso de la civilización urbana.

Desde la firma de la Paz de Lodi (9 de abril de 1454) entre una Venecia autónoma y un Milán dominado por Francia, se imponen las formas de gobierno principescas por doquier. A su influjo, el pueblo pierde preeminencia y los redactores de “espejos de príncipes” ascienden a teóricos del stato. La historia ya no será un instrumento ciudadano, sino palaciego. Igual sucederá con la justicia, como lo descubrirá Corneille a mediados del siglo XVII en la primera escena de La mort de Pompée. Así pues, los liquidadores de la política lo son de la república, del auténtico valor de la historia y de la justicia. Tácito reemplaza a Tito Livio. El imperio y sus césares se imponen a senadores, cónsules y pretores. Los sentimientos antimonárquicos se convierten en antiguallas.

Esa fue la manera como la modernidad se abrió paso. Estamos ante un radical “antes y después”, lo que obligó a Hobbes a retractarse de lo dicho en su temprano Elements of Law (1640). ¿De qué se arrepentía en este libro? De haberse aliado a las tesis del autogobierno republicano y a la política deliberativa cuando la moda iba por la otra vereda. Con su Leviathan intentará estar al día con las novedades, pero volverá a fallar. Esta vez por exceso de entusiasmo absolutista, llegando a espantar a los monárquicos de su tiempo.

Como muestra de que esa desubicación fue masiva, Maquiavelo seguirá apostando por las milicias ciudadanas antes que ceder a los ejércitos profesionales. En palabras de Perry Anderson, el autor de El príncipe no reparó que la ciudadanía activa de las comunas estaba muerta. Para Skinner esa anacrónica pifiada era la patente demostración de un republicanismo paralizado en el siglo XII, aunque ya para Tito Livio el temor a armar a la plebe se compartía con el temor a dejarla desarmada. Pero el miedo mayor estaba en que el sistema de milicias apartaban de sus quehaceres privados a los hombres que las nutrían, ello en la antigua Roma como en las ciudades bajomedievales.

Estamos ante una forma de rememorar que los utopistas explotarán a sus anchas, alentando “historias especiales” que carecerán de conexión con la realidad. La aparición de Savonarola será parte de esa rebuscada añoranza, aunque de Tomás Moro a Tommaso Campanella se transcribirán las más cargadas de fantasía. Sin coincidencias de por medio, el monje apocalíptico morirá en la hoguera por buscar la “ciudad de Dios” entre pecadores, el utopista inglés será decapitado por negarse a servir in extremis a su rey y el milenarista calabrés pasará veintisiete años en las celdas de la Inquisición por subversivo de acción y de palabra. Y en medio de estas visiones imposibles, otro utopista recreará una abadía postmoderna. En su primera novela de 1532 François Rabelais le dará a la Abadía de Thélème la regla de la “desregulación conventual”, resumida en el lema fay ce que vouldras, haz lo que te dé la gana. Como recuerda Jacques Lafaye, dicho monasterio «no tendrá muros de circunvalación ni relojes para contar las horas; sólo se admitirán mujeres hermosas y hombres apuestos; los votos no serán perpetuos sino revocables, “se marcharán cuando les parezca, franca y abiertamente”; los tres votos: de castidad, pobreza y obediencia, se sustituirán por: estar casado, ser rico y vivir libremente.»

Con paradojas o sin ellas, se apuesta tanto por un radical individualismo en lo íntimo y personal como por la concentración del poder en lo gubernamental. Una aporía que terminó en la guillotina de los jacobinos, la principal inspiración de los revolucionarios rusos de 1917.

Ya en la Europa iluminista, la sobreexposición de motivos greco-romanos —replicados en el arte y en la vestimenta— no frenará la fascinación por el “hombre regio” y su “nueva política”. Ni siquiera se le diseccionó imaginariamente. Todo lo contrario, los vuelos de la razón coincidieron en alinear las atomizadas magistraturas bajo la sombra de una sola. En ello Jean-Jacques Rousseau y los ilustrados coincidieron plenamente, siendo que no fue accidental la aparición del “emperador-republicano” representado por Napoleón Bonaparte. Un tipo de oxímoron que comenzará a proliferar, cautivando a ilusos, despistados e irresponsables. Empero, había resquicios de excepcionalidad. Para el republicano Thomas Jefferson, Bonaparte no pasó de ser un usurpador sin virtud alguna, flemático, calculador y sin principios; un estadista ignorante del comercio, de la economía política o del gobierno civil.

Luego de esta fiebre proimperial, el republicanismo pasó a ser un enunciado vacío de contenido. Su política ya no será política.

El renacer ciceroniano

En su añoranza, Maquiavelo se delató fiel partidario de la “vieja política”. En su caso, la “vieja política” surgida en las comunas del septentrión italiano que deslumbró a Otón de Freising en el siglo XII. Y la añorará en medio del máximo producto de aquella “revolución comercial” que la produjo: la urbanidad renacentista representada por su amada Florencia.

La ciudad bajomedieval fue el epicentro de una comunidad extendida. El sólido discurso autonomista que emanó de su seno se confesaba directo tributario de la Roma de cónsules, senadores y pretores. Al diluirse el cara-a-cara del demos, se da paso a un nivel mayor de urbanidad. Como en su día se enteró el pastor Titiro —recreado por Virgilio en sus Bucólicas—, este era un paraje muy diferente al que solía llevar sus ovejas. El mismo escenario que alentó el resurgimiento de una retórica que fue labrada por Cicerón en la “ciudad eterna” a mediados del decadente siglo I a.C. He aquí un personaje fundamental para entender esta renascentia romanitatis. Como anotó Sartori: «Ya Cicerón sostenía que la civitas no es un conglomerado humano cualquiera, sino aquel conglomerado que se basa en el consenso de la ley.»

Según algunos rigurosos custodios del demos griego, en ese “conglomerado humano” no puede haber política. Empero, ¿realmente la hubo en la Atenas que apostó por la ética?

La mención a Cicerón confiesa de por sí el por qué el espíritu mercantil bajomedieval optó por la civitas romanorum y no por la polis griega. Le acomodaba la convicción de que una ciudad no es libre si es que entre sus ciudadanos hay uno que puede romper la ley, lo que equivale a destruir la ciudad y todo lo que ella activa. Al respecto, la sensibilidad de Maquiavelo será grande frente al que es capaz de atemorizar a los magistrados. Vengan estos de la nobleza o del pueblo, concebía que la sola presencia de alguien así rebajaba la libertas. De este modo, estamos ante quien asume la política como una directa expresión de una ciudadanía carente de amo. Por ende, las magistraturas se someten a las leyes. Ellas son la voz del pueblo, por lo que será político el comportamiento de las autoridades que se ciñen a la normatividad. Esta es una regla que no admite excusas.

A pesar de estar ante un pensador que recoge la visión de que la guerra es una extensión de la política, no encontraremos en Maquiavelo una conceptualización que reivindique la violencia per se. Su republicanismo se lo impide. Si con los griegos la política sólo era dable entre los ciudadanos de la polis, ello los republicanos bajomedievales como él lo tendrán más que presente.

Mientras que el comunitarismo igualitario se petrificó para entender la política a partir del pequeño grupo, el republicanismo abrió sus compuertas. Ese carácter de comunidad extendida Roma la tuvo desde su génesis. La sola mención de etruscos, latinos y sabinos conviviendo nos habla de la ausencia de un grupo capaz de imponerse fácilmente a los demás. Una situación que a la larga invitó a delimitar espacios de acción, relajando los rigores de la reciprocidad tribal. Se perforan férreos cotos cerrados, derribando sacralidades y rigores gentilicios que harán brotar un ámbito publicum nacido de la suma de particularismos. Por ello de la profusión de divinidades, pues cada núcleo familiar llevaba a cuestas sus invisibles guardianes de vidas y patrimonios. Una religión de la propiedad innegablemente práctica, ajena a cualquier invocación sideral o metafísica.

Ese será el tenor del derecho de los quirites, por el cual los bienes de los ciudadanos y sus pactos eran intocables. En cuanto a la “palabra empeñada”, ella será la fuente de una libertas que se independizará del clan sin perder su tenor deliberativo. En el eclipse de estas ciudades, Jean Bodin recordará que no existe república si no hay nada público. Y definirá a la respublica como la multitud de familias y de su propiedad común. Invoca un consensus iuris que no escapa del cuerpo de ciudadanos, que los hace compartir un mismo ideal de justicia. La traza patrimonialista es palmaria. Por eso Aristóteles tuvo a la república como una mezcla de oligarquía y democracia. En el ya citado De regimine principum se rescatará la precisión antibelicista de Catón, recordado por Salustio: No creáis que nuestros antepasados acrecentaron la República, haciéndola grande y gloriosa, como hoy lo es, por la fuerza de las armas. Un detalle que Polibio no dejó de advertir: Ningún hombre con algo de inteligencia va a la guerra con sus vecinos simplemente por el placer de destruir a su adversario. Como resumen, Ptolomeo de Lucca será tajante: los romanos se hicieron merecedores del imperio porque establecieron leyes sabias. Es la remembranza de los que prefirieron ser regidos por normas antes que por hombres, labrando una noción de civis que será sinónimo de política.

Aunque Tomás de Aquino haya carecido de mayor experiencia mundana y Maquiavelo confiese no saber nada de economía, ambos vivirán en un orden de cosas imposible de medir fuera de los mercados. En Theorie und Praxis (1963), Jürgen Habermas develará que la célebre traducción del aquinense del zoon politikon aristotélico por animal sociale corresponde a una confusión que el estagirita siempre quiso evitar: ver los asuntos del gobierno como temas domésticos, ver lo público desde lo particular. ¿Aquino comprendía que insistir en la comunidad de la polis era anacrónico? En cuanto a Maquiavelo, este sólo hablará de civitas y de ciudadanos libres. Para él no hay política fuera de esos marcos que están lejos de albergar en su interior un orden soso y estrecho, por lo que el que “nada sabe de economía” resalta la novedad que significa que el Banco de San Jorge se encargue del gobierno de varias ciudades y territorios para beneplácito de sus habitantes. ¿No era esa la labor de la comuna?

En principio, Maquiavelo tiene este prodigio como un hecho que no niega lo republicano. No coloca al Banco de San Jorge en el rubro de los tiranos, siendo que para él lo político se amolda a los tiempos sin perder su esencia. En su Historia de Florencia escribió que raras veces ocurre que las pasiones personales no redunden en perjuicio del bien común. Las distancias con Adam Smith lo salvan que se le acuse de “ideologización economicista”, cuando únicamente recogía lo que acontecía en su mundo. Justo lo que empujó a Poggio Bracciolini a mirar con embeleso el soporte institucional de una república que nació en un lugar palustre y malsano: Venecia. Como Pisa y su clima maligno, estos obstáculos no impidieron a la Serenissima que se hiciera rica y poderosa. Se engrandeció en base al tráfico comercial antes que por las armas. Incluso Poggio amenazó con marcharse a Venecia por los desproporcionados impuestos que Florencia le imponía.

El prestigio de la constitución de Venecia fue celebrado ya en su día por Petrarca. Las familias principales —que tenían el origen de su riqueza en el comercio— entendían que dicha institucionalidad coaligaba perfectamente sus haciendas con el “buen gobierno”. No obstante ello, desde el discurso primó el recuerdo de que los romanos despreciaron sus intereses particulares por el interés común. Pero la sinceridad de personajes como Poggio Bracciolini no puede ser tomada como la excentricidad de un adinerado humanista. Su presencia en la corte papal y el haber ocupado el cargo de canciller de Florencia deben ser tomadas en cuenta a la hora de medir sus palabras: todas las iniciativas se emprenden por dinero, todos somos movidos por el deseo de lucro. ¿Quién haría cosa alguna si no tuviera la esperanza de una utilidad?

Si en la última década del siglo XVIII Edmund Burke advirtió que es mejor seguir la fortuna que se produce en un país que el intentar guiarla, en la primera mitad del Quattrocento intelectuales y estadistas como Poggio no pensaban diferente. Concebían que la ausencia de ricos daña especialmente a los más débiles y necesitados. Recurriendo a la ironía, Poggio propuso obsequiar avaros a los pobres en lugar de trigo. A su entender, esa era la mejor manera de socorrerlos: ¿Quiénes son los que buscan el bien público sin atender a su propia ganancia? Yo no he conocido a nadie hasta hoy que pueda hacerlo sin perjudicarse. Los filósofos hablan mucho de que la utilidad común debe ser preferida, pero sus afirmaciones son más especiosas que verdaderas.

Poggio escribió estas líneas sin rubor, en medio de una Florencia sumida en una severa crisis institucional propiciada precisamente por la arremetida plutocrática. Por entonces, la solución que se blandía era apartar de la ciudad a los magnates del comercio y las finanzas. El legado de la antigüedad así lo exigía, resistiéndose a aceptar el cambio que el cada vez más creciente orden mercantil demandaba. Contra esto último, Leonardo Bruni teorizó que los desequilibrios materiales tenían que ser equiparados para que la república siga siendo una relación entre iguales. Delatando la influencia de Aristóteles, entendió que sólo el económicamente autónomo era libre. Para él un asalariado era semejante a un esclavo, dejando de ser apto para cultivar los valores cívicos. Coincidentemente, Bruni fue también un florentino orgulloso del pasado conquistador y guerrero de su ciudad.

Como Bruni, Nicolás Maquiavelo y Francesco Guicciardini coincidirán en el gusto por la narrativa de una ciudad rica y poderosa habitada por ciudadanos pobres. O por lo menos severamente controlados en ese factor, «sin grandes disparidades de riqueza del tipo —dirá Skinner— que suele causar envidia y promover así disturbios políticos.» Empero, la dinámica de la realidad retaba a este republicanismo más apegado al igualitarismo comunal que al que asiente a la asimetría de fortunas. Sin duda, un desafío para los nuevos tiempos que se vivían y que ni siquiera los más duros defensores del republicanismo florentino —más afines al popolo que a los ottimate, al pueblo que a la nobleza— pudieron soslayar. Tal es como Bruni se pregunta: ¿cómo rehabilitar la virtud cívica y la igualdad ciudadana ahí donde fluye el comercio?

Lamentablemente para los florentinos, será demasiado tarde cuando decidan replicar en su ciudad la institucionalidad veneciana en su ciudad. Ya en sí la República de Venecia comenzaba a dejar atrás su época de apogeo, dando inicio a una larga decadencia en medio de estados absolutistas.

Si para los paladines de la “política clásica” el tráfico de mercancías, los negocios internacionales y la compra de trabajo ponían en riesgo a la polis, ello para los romanos y para los ciudadanos de las ciudades-repúblicas bajomedievales siempre supo ser el soporte de su libertad. Así pues, la igualdad ciudadana siguió abriéndose paso desde la insistencia patrimonialista. Aunque ahora sus máximos portavoces estarán en el campo anglosajón.

¿La invención lockeana?

Es muy probable que antes de su experiencia norteamericana Tocqueville pensara que las repúblicas únicamente se hallaban en los libros, como los ornitorrincos. Bueno, ello fue así hasta que se dio de bruces con una joven nación que ostentaba una administración imperceptible, que no presenta en su constitución nada de central ni de jerárquico. Sorprendido, escribirá en su Democracia en América (1835): «Por ningún lado descubrimos el motor. La mano que dirige la máquina social se oculta en todo instante. (…) El poder existe, mas no se sabe dónde se puede hallar su representante.»

Como Otón de Freising, estamos ante quien ve a una sociedad actuando por sí misma. Palpa una libertas supérstite del orden urbano bajomedieval, pero en clave moderna. Es decir, individualista. Que es lo que la convicción de que el hombre posee “derechos naturales” canalizó desde fines del medievo, lo que surgió inmediatamente después del eclipse del romanismo ciceroniano cultivado desde fines del siglo XI. Así pues, no estamos ante ninguna innovación.

Todo esto acontece mucho antes de los aportes de pensadores como Giovanni Pico de la Mirándola (siglo XV), Francisco Suárez (siglo XVI), Comenius, Hugo Grocio y John Selden (siglo XVII), entre muchos otros preclaros reivindicadores del hombre libre que en la tradición clásica es sinónimo de autogobierno. Base sobre la cual John Locke recreará un discurso político que calzará perfectamente con la res publica comercial que neerlandeses e ingleses erigieron inmediatamente después del colapso de la civilización urbana bajomedieval.

Ya para entonces era imposible argumentar desde los marcos institucionales de las ciudades. Estos habían sido barridos por los estados, los que secuestraron para sí las iniciativas empresariales. Impusieron a sus cortesanos sobre los mercaderes, limitándose a replicar la economía corporativista medieval. Fernand Braudel pone como ejemplo que en Nápoles el cargo de sindaco dell’Arte della lana pasa a la nobleza en 1550. ¿No era que a la aristocracia le repelían los negocios? Ello nunca fue verdad, por eso reactivan a gran escala su espíritu bélico. Las sucesivas guerras contra Holanda por parte de Inglaterra en el siglo XVII tuvieron por objetivo sacar de carrera a un directo competidor comercial. Francia no se quedó atrás. Su embajador (el conde de Courson) acusó en 1648 de que el lucro es la única brújula que guía a los neerlandeses.

Los estados prefieren el pillaje a los negocios. Es la hora de las parasitarias ciudades capitales de los príncipes europeos. Así las cosas, los ciudadanos ven que el fin de su libertas vino acompañada por una carta de nacionalidad que no les garantizaba la integridad de sus bienes y personas. Es la inmediata consecuencia de convertirse en súbditos. Es el arribo de la “razón de estado” que anulará no sólo la política republicana, sino también la propia idea de política. Incluso en Milán Giangaleazzo Visconti prohibió el uso del término popolo. Las distancias son abismales. Desde ese momento las rebeliones por impuestos se harán características. Como antaño, serán combatidos con argumentos constitucionales. Pero no como una retórica de defensa de derechos imaginarios, sino palpables. Por eso ahí donde los comerciantes alcanzaron un elevado grado de riqueza la oposición a las pretensiones monárquicas tuvieron éxito. Pero si las “buenas razones” no surtían efecto, se pasaba a las armas. Es fue lo que sucedió en los Países Bajos por décadas, buscando impedir que los Habsburgo se sirvan a sus anchas de su añeja prosperidad comercial.

A partir de entonces, lo que la ciudad produzca dejará de ser de provecho para sus ciudadanos. El arte del estado —sentenciará Guicciardini en su Discorso di Logrogno (1512)— estará en disolver la città, dando paso a una institucionalidad que tendrá el dudoso don de caer en bancarrota las veces que quiera. La piscología urbanita sucumbe, lo que invita al adolescente Étienne de la Boëtie a redactar en 1548 su Discours sur la servitude voluntaire.

Obviamente, la sustentación patrimonialista de los derechos se afectó. La narrativa localista tampoco bastaba, había que elevarse por ese estadio. Sirviéndose del ya imperante iusnaturalismo, el republicanismo procederá a recrear la historia. Reacomoda las “viejas tradiciones”, las que le permiten al pueblo inglés (el Parlamento) arrancarle a Carlos I el reconocimiento de su “heredada libertad”. Ello es lo que consigue con la Petition of Rights de 1628. Cuando en 1649 el señalado rey se atreva a invertir a su favor el brocardo que rezaba lex facit regem, la ley hace al rey, se le decapitará. Torpemente olvidó que desde la Charta Magna de 1215 Inglaterra era formalmente un reino con alma de república, que él sólo era primus inter pares. En 1688 nuevamente el peso de la historia sellará una revolución que tuvo como único cometido “preservar las antiguas leyes”.

Por lo que indicamos, ¿el convulso siglo XVII inglés también participa de la decadencia de la política clásica que caracteriza al resto de Europa? ¿Acaso su resistencia constitucionalista —que años después fascinará a Montesquieu— no fue parte de una apuesta de paz con la libertad?

Como remarcó A. J. Carlyle, Locke «(…) retuvo los principios generales de los grandes pensadores políticos de la Edad Media». No ofreció una alocución revolucionaria, se mantuvo dentro de la tradición política precedente. Lo único nuevo fue su racionalismo, lo que lo ligó a un Baruch Spinoza que tampoco concibió que el derecho natural de cada uno cese en el estado político. De cultura judeo-hispana, Spinoza (o Espinosa, como lo llamaba Marcelino Menéndez Pelayo) disfrutó con orgullo de la invención de los republicanos neerlandeses como Jan de Witt: la democracia moderna, la que requiere el comercio para ser libre.

Esta actualización del constitucionalismo —con sus legalidades inmanentes, como advirtió György Lukács— será el mejor de los acompañantes para un tipo de sociedad no equiparable a ninguna otra. Por primera vez en la historia de la humanidad los derechos se entenderán a nivel de los hombres en singular. Esa la razón por la que en Ámsterdam hay barrio judío, pero no gueto. La comunidad tradicional, el corporativismo gremial y los “derechos de clase” son minados por la lógica contractualista, que es la única posibilidad que tienen los particulares para escapar del inmovilismo social. Una herramienta ética y legal que los colonos ingleses —en verdad, colonos multinacionales— trasladaron a los desiertos del Nuevo Mundo también antes de que Locke aparezca en escena.

Aquí no hay geopolítica ni “visión de futuro” de por medio, únicamente derechos. Estos son el núcleo de un concierto que no se mide por las consecuencias, sino por sus fundamentos. Si hay escepticismo con respecto al gobierno, abunda el optimismo con relación a lo que la gente puede realizar por propia cuenta. Claramente, no se puede decir que se apuesta por un orden de respeto a derechos y a la vez temer los efectos del libre ejercicio de estos. En esa línea, cuando en 1810 Thomas Jefferson exprese que he basado mi vida en principios de sincero republicanismo estará confesando que los hizo valer por sobre la veleidad de las circunstancias. Sin duda, Jefferson y su generación sabían que ese era su reto. Los romanos les habían aleccionado a los que luego serían conocidos como los founding fathers que los elementos de la república eran instrumentales, que el fin máximo era la libertad. Como buenos clasicistas, estos comprendieron de sobra que ir acorde a un corpus de pensamiento que siempre demostró capacidad de adaptación significaba mantenerse en la senda de aquella virtus romana que dos mil años atrás encandiló a Polibio.

Sin casualidades de por medio, Polibio será empleado alrededor de 1740 por los ingleses para medir los alcances de su constitución de cara a su anhelo de hegemonía mundial. El cada vez más visible tráfico de mercancías entre diferentes regiones del planeta demandaba una pax análoga a la romana, completamente ajena a la guerra. Un acontecer que se radicalizará con la “revolución industrial”, que al activar una grandiosa reacción en cadena de economías y negocios exigió a las instituciones sociales y de gobierno un necesario reacomodo. Como fácilmente se desprende, los textos antiguos no podían ayudar en este panorama atiborrado de primicias. De partida, el pueblo estaba lejos de ser aquella fracción de gente que gozaba de privilegios. No, ahora el pueblo era mucho más numeroso. Concretamente, una extendida y variopinta asociación de hombres libres que se asumían portadores de derecho innatos por el sólo hecho de existir sobre la tierra.

La innovación americana

En su primer discurso como presidente de los Estados Unidos (4 de marzo de 1801), Thomas Jefferson lanzó un buen deseo que pronto vio diluirse a nivel ético, pero no en el campo institucional: We are all republicans-we are all federalists. Una alocución que hacía referencia a aquellas facciones que siempre fueron un severo dolor de cabeza para la polis griega, la civitas romana y la republicana città bajomedieval. Obviamente, también lo fue en las Provincias Unidas de los Países Bajos y en Inglaterra. Así pues, ¿cómo frenar a una poliarquía de elites cada vez más ambiciosas en su brega hacia el poder?

Como convencidos republicanos, los founding fathers apostaron por la ley. Que compitan entre sí dentro de la legalidad, sin favoritismos para ninguna “minoría cívica”. Ciñéndose a las reglas, cualquiera de ellas tendrá la oportunidad de representar al pueblo. Tal es como se da paso a que los “ciudadanos prestigiosos” sirvan a la república, pero forzándolos a medirse electoralmente con un universo de desconocidos conciudadanos.

Con este esquema de representación se rebajaba significativamente el temor de Maquiavelo y de Burke por este tipo de ambiciosos y díscolos actores. Curiosamente, dos décadas antes de la declaración de independencia norteamericana David Hume advirtió que equilibrar un estado grande con leyes generales es una labor tan intensa y difícil, que ningún genio humano, por más omnicomprensivo que sea, puede realizarla con la simple ayuda de la razón o la reflexión. Incluso profetizó: El juicio de muchos hombres debe concurrir a esta tarea, la experiencia debe guiar esa labor y sólo el tiempo la puede llevar a la perfección.

Precisamente, ello fue lo que acometieron los founding fathers. Sus pretensiones fueron sencillas. Nunca propugnaron una simetría social, se limitaron a conservar libertades dentro de la dinámica democrática de su numerosa ciudadanía con derechos. Nunca antes la política tuvo ese tratamiento, era un hecho sin precedentes. El patriotismo y la fraternidad con sabor tribal son hechas a un lado, su congénita carga de agresividad se confiesa desfasada para garantizar patrimonios. Por ese motivo, en ellos nunca encajó la premisa de Rousseau de que la finalidad de la asociación política era conservar a sus miembros —su número y su población— y hacerlos prosperar, debido a que antes de lograr la independencia eran prósperos y su población aumentaba constantemente sin ningún perjuicio. Y como colofón, les era natural el que algunos fuesen ricos y otros pobres, algunos eminentes y otros oscuros, algunos poderosos y otros débiles. Como igualmente les era natural —incluso más allá de dolorosos conflictos raciales— que todo ser humano tuviese derechos, esos derechos que les permitían relacionarse de un modo altamente productivo.

En una epístola de septiembre de 1814, Jefferson escribirá: «(…) no tenemos pobres. La gran mayoría de nuestra población está compuesta por trabajadores (…) La mayor parte de la clase trabajadora posee propiedades, cultiva su propia tierra, tiene familia (…) Los ricos, por su parte, y los acomodados, ni siquiera conocen lo que los europeos llaman lujo. Simplemente disfrutan de más bienes y comodidades que sus proveedores. ¿Puede concebirse condición social más deseable que ésta?»

Es imposible no dejar de evocar al remoto Hesíodo —un campesino-comerciante como Jefferson—, para quien los hombres se hacen ricos por el trabajo. Al respecto, ¿no decía Aristóteles —como Rousseau— que el verdadero demócrata debe velar para que el pueblo no sea demasiado pobre, pues esto es la causa de que la democracia sea mala? ¿Qué había que ingeniárselas para que se produzca una prosperidad duradera?

Este último parecer le hizo decir a Tocqueville que estaba ante una república que no se podía comparar con las griegas y romana. ¿Cómo encontrarlas, si nunca antes la humanidad supo de un lugar donde todas las clases se mezclan y destruyen los privilegio? Nunca antes en la historia de la humanidad se supo de una movilidad social de tal envergadura. Empero, el discurso agrario será difícil de extirpar. Hombre de campo al fin, en diciembre de 1787 Jefferson manifestó desde su embajada parisina: Cuando nos apilemos los unos sobre los otros en grandes ciudades nos corromperemos tanto como en Europa, y procederemos a devorarnos mutuamente. Es lo que le escribió a James Madison midiendo las siderales distancias entre su país y aquella Francia en crisis, pobre y sobrecargada de limitaciones a las libertades. Sin embargo, dos años antes (1785) el mismo Jefferson había resaltado el gusto de su pueblo por la navegación y el comercio y en el posterior 1799 se confesó partidario del comercio con todas las naciones.

Como tantas veces, la añeja retórica compite con la que necesitan los estupendos logros de la edad moderna. Si en Francia le peuple designaba a los carentes de propiedades, en los Estados Unidos the people la tenía ganada por su propio esfuerzo. En palabras de Tocqueville: en América no hay proletarios. Será la preservación de esta dinámica la misión que Jefferson y su generación tomen como suya. En sus palabras, ese será el “fuego sagrado” que el mundo les había confiado que preserven.

Esta última evocación nos aproxima al rigor del mito, que en el caso republicano es volver a Roma. Por esa vía, los founding fathers fueron plenamente conscientes de lo que significaba apuntalar libertades patrimoniales. Pero fueron conscientes de manera defensiva, por eso lo plasmaron en la Declaración de Independencia y en la Constitución. Republicanamente hablando, dieron vida a un orden político a carta cabal. Si lo único que les impedía para cumplir ese anhelo era sacudirse del yugo de la tiranía del rey Jorge IV y su corte palaciega, ahora que lo habían logrado la buena nueva de su gesta llegaría a todos los rincones del planeta usando las vías del comercio internacional.

Esta es la gran innovación norteamericana. El basarse en principios no utilitarios ni conductistas le permitió a cada quien apuntar por una personalísima ruta a la felicidad. Ello fue lo que George Washington resaltó en su discurso de despedida del 17 de septiembre de 1796. Una fascinación por vencer que otrora se daba en el campo de batalla, justo esa calentura que Tocqueville vio trasladada a los negocios en aquella parte del Nuevo Mundo y que lo hizo clamar por una ciencia política nueva. No obstante ello, en el resto de las naciones el estilo absolutista seguía en pie, comprendiéndose la política como un mero reflejo del poder. Incluso Tocqueville expresa que las pasiones que más profundamente agitan a los americanos son pasiones comerciales y no pasiones políticas, aunque luego se precisa: mejor dicho, ellos trasladan a la política los hábitos del negocio.

Conclusión

Como recomendaba Maquiavelo, sólo hay que volver a los principios para restituirle a la república su reputación. Por eso mismo, ¿por qué el casi general rechazo a lo patrimonial cuando se habla de política? ¿Por qué estirar hasta el presente el karma bélico antes que el comercial? ¿Por qué se seguir prefiriendo la apuesta ética ateniense antes que la apuesta institucional de los romanos y su espíritu de lucha trasladada a los negocios? ¿Por qué rebuscar soluciones en un fracaso tribal y no el éxito en una aldea que se hizo ciudad-mundo a partir de la interconexión de mercados que universalizaron libertades?

Maquiavelo también hablaba de procurarse de buenos ordenamientos tanto como de buenos hombres, pero sobre todo su mayor consejo fue el rescatar aquel marco ético-legal donde los individuos portaban derechos innatos. En su nostálgica demanda republicana volvía a reivindicar aquello que dio vida a la polis, a la civitas, a la cittá bajomedieval y a las democracias modernas. Exactamente aquello que desde inicios del siglo XIX el liberalismo defiende, tomando la posta de una tradición de pensamiento donde la política es de todos en general y de nadie en particular.

Referencias bibliográficas:

Albiac, Gabriel. La sinagoga vacía. Un estudio de las fuentes marranas del espinosismo, Tecnos, Madrid, 2013.

Albiac, Gabriel. Sumisiones voluntarias. La invención del sujeto político: De Maquiavelo a Spinoza, Tecnos, Madrid, 2011.

Anderson, Perry. El estado absolutista, Siglo Veintiuno Editores, México, D.F., 2002.

Arendt, Hannah. ¿Qué es política?, Paidós, Barcelona, 1997.

Arendt, Hannah. La condición humana, Paidós, Buenos Aires, 1996.

Arendt, Hannah. La promesa de la política, Booket, Ciudad de México, 2016.

Aristóteles. Política, Gredos, Madrid, 1988.

Bailyn, Bernard. Los orígenes ideológicos de la revolución norteamericana, Paidós, Buenos Aires, 1972.

Barceló, Joaquín. «Selección de escritos teórico-políticos del humanismo italiano», en Estudios Públicos, N° 45, 1992, pp. 1-36.

Benjamin, Walter. Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Leviatán, Buenos Aires, 1995.

Bodin, Jean. Los seis libros de la República, Tecnos, Madrid, 2010.

Boissier, Gastón. Cicerón y sus amigos. Estudio de la sociedad romana del tiempo de César, El Ateneo, Buenos Aires, 1944.

Braudel, Fernand. El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 2005 (T. I) y 1997 (T II).

Burke, Edmund. Reflexiones sobre la Revolución en Francia, Alianza Editorial, Madrid, 2003.

Burke, Edmund. Vindicación de la sociedad natural, Trotta/Liberty Fund, Madrid, 2009.

Cansino, César. La muerte de la ciencia política, La Nación/Sudamericana, Buenos Aires, 2008.

Carlyle, A. J. La libertad política, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1982.

Carpentier, Alejo. El siglo de las luces, Oveja Negra, Bogotá, 1984.

Carpintero Benítez, Francisco. Historia del derecho natural, Universidad Nacional Autónoma de México, México, D.F., 1999

Castoriadis, Cornelius. Lo que hace a Grecia. 1. De Homero a Heráclito. Seminarios 1982-1983. La creación humana II, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006.

Castoriadis, Cornelius. Sobre el político de Platón, Trotta, Madrid, 2004.

Chesterton, G. K. Santo Tomás de Aquino, Lohlé-Lumen, Buenos Aires, 1999.

Constant, Benjamín. Curso de política constitucional, Taurus, Madrid, 1968.

Eco, Umberto. Baudolino, DeBolsillo, Barcelona, 2001.

Finley, Moses I. El nacimiento de la política, Crítica, Barcelona, 2015.

Fustel de Coulanges, Numa Dionisio. La ciudad antigua, PEISA, Lima, s/f.

Grimal, Pierre. Los extravíos de la libertad, Gedisa, Barcelona, 2da. ed., 1998.

Guicciardini, Francesco. Historia de Florencia, 1378-1509, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 2da. ed., 2006.

Harrington, James. The Commonwealth of Oceana and A System of Politics, Cambridge University Press, Cambridge, 1992.

Heródoto. Los nueve libros de la historia, W. M. Jackson Editores, México, D. F., 1963.

Hesíodo. Obras y fragmentos. Teogonía. Trabajos y días. Escudo. Fragmentos. Certamen, Gredos, Madrid, 2000.

Hume, David. Essays, Moral, Political and Literary, Indianápolis, 1985.

Jaeger, Werner. Aristóteles. Bases para la historia de su desarrollo intelectual, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 2013.

Jaeger, Werner. Paideia: los ideales de la cultura griega, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 12va. reimpresión, 1996.

Jefferson, Thomas. Escritos políticos, Tecnos, Madrid, 2014.

Lafaye, Jacques. Por amor al griego. La nación europea, señorío humanista (siglos XIV-XVII), Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 2005.

Lukács, György. Historia y conciencia de clase, Vol. I, Sarpe, Madrid, 1985.

Maquiavelo, Nicolás. Discurso sobre la primera década de Tito Livio, Alianza Editorial, Madrid, 2005.

Maquiavelo, Nicolás. Historia de Florencia, Tecnos, Madrid, 2009.

Momigliano, Arnaldo. La sabiduría de los bárbaros. Los límites de la helenización, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1999.

Montesquieu, Charles-Louis de Secondat, Barón de la Brède y de. Grandeza y decadencia de los romanos, Alba, Madrid, 1998.

Peyrefitte, Alain. La sociedad de la confianza. Ensayo sobre los orígenes y la naturaleza del desarrollo, Editorial Andrés Bello, Barcelona, 1996.

Pirenne, Henri. La democracia urbana: una vieja historia (Las antiguas democracias en los Países Bajos), Capitán Swing Libros, Madrid, 2009.

Platón. Diálogos, T. II, Obras completas, Madrid, Medina y Navarro Editores, Madrid, 1872.

Platón. La República, Gredos, Madrid, 1988.

Platón. Las leyes (Libros VII-XII), Gredos, Madrid, 1999.

Polibio. Historias (Libros I-IV), Gredos, Madrid, 1981.

Rabelais, François. Gargantúa y Pantagruel, El Ateneo, Buenos Aires, 2da. ed., 1966.

Rousseau, Jean-Jacques. El contrato social, Orbis, Buenos Aires, 1984.

Salisbury, Juan de. Policraticus o de las frivolidades de los cortesanos y de los vestigios de los filósofos (Libros I-IV), Universidad de Málaga, Málaga, 2008.

Sartori, Giovanni. Aspectos de la democracia, Limusa-Wiley, México, D. F., 1965.

Sartori, Giovanni. La política. Lógica y método en las ciencias sociales, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1995.

Skinner, Quentin. El artista y la filosofía política. El buen gobierno de Ambrogio Lorenzetti, Trotta/Fundación Alfonso Martín Escudero, Madrid, 2009,

Skinner, Quentin. El nacimiento del estado, Gorla, Buenos Aires, 2003.

Skinner, Quentin. Los fundamentos del pensamiento político moderno, Vol. I. El Renacimiento, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1993.

Sloterdijk, Peter. En el mismo barco: ensayo sobre la hiperpolítica, Siruela, Madrid, 2002.

Spengler, Oswald. La decadencia de Occidente. Bosquejo de una morfología de la historia universal, Primera parte, Forma y realidad, Vol. I, Calpe, Madrid, 2da. ed., 1925.

Spinoza, Baruch. Tratado político, Alianza Editorial, Madrid, 2010.

Steiner, George. George Steiner en The New Yorker, Fondo de Cultura Económica/Siruela, México, D.F., 2009.

Tito Livio. Historia de Roma desde su fundación (Libros I-III), Gredos, Madrid, 2001.

Tocqueville, Alexis de. La democracia en América, Vols. I y II., Sarpe, Madrid, 1984.

Todorov, Tzvetan. Elogio del individuo. Ensayo sobre la pintura flamenca del Renacimiento, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2006.

Todorov, Tzvetan. Nosotros y los otros. Reflexión sobre la diversidad humana, Siglo XII, México, D.F., 2005.

Tomás de Aquino. De regimene principum, Imprenta y Librería de D. A. Izquierdo, Sevilla, 1861.

Trevor-Roper, Hugh. La crisis del siglo XVII. Religión, reforma y cambio social, Katz/Liberty Fund, Colonia Suiza, 2009.

Vidal, Gore. Creación, Edhasa, Barcelona, 2008.

Vidal-Naquet, Pierre. El mundo de Homero. Breve historia de mitología griega, Península, Barcelona, 2002.

Viroli, Maurizio. De la política a la razón de estado. La adquisición y transformación del lenguaje político (1250-1600), Akal, Madrid, 2009.

Waters, K. H. Heródoto el historiador. Su problemas, métodos y originalidad, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1996.

Waters, K. H. Herodotos on Tyrants and Despots. A Study in Objectivity, Steiner Verlag, Wiesbaden, 1971.

Weber, Max. La política como profesión, Espasa, 3ra. ed., Madrid, 2007.

Zweig, Stefan. Fouché, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1993.

(Este ensayo fue finalista del XII Concurso de Ensayo Caminos de la Libertad, Ciudad de México, 2017)

Share This