En vísperas del regreso a la democracia en 1980, F. A. Hayek visitó el Perú. Invitado por el Instituto Libertad y Democracia, dijo lo siguiente frente a un auditorio plagado de candidatos a la presidencia de la república y de aspirantes al Congreso: «En todo el mundo designamos asambleas representativas democráticamente elegidas y luego les otorgamos poder para hacer lo que éstas desean».

Como lo solía recordar Hayek, fue la democracia ateniense la que mandó a Sócrates a beber veneno. Si los elegidos asumen que el voto de los electores les da carta blanca para hacer los que les venga en gana, será obvio que la democracia es un problema antes que una solución.

Será esta incontinencia la que le haga decir a Hayek que la democracia a secas estaba negada para garantizar derechos, que sólo podía ofrecer caos y represión. Como lo indicó una y otra vez, creía «profundamente en los principios fundamentales de la democracia en cuanto único método eficaz hasta ahora conocido para hacer posible el cambio pacífico». Cambio político que elimina la violencia, que permite «reemplazar un gobierno malo por otro mejor» y facilita la «protección contra los abusos de poder».

Eso siempre lo reiteró. No obstante ello, Hayek estaba convencido que cada vez más «(…) nos vamos acercando a un callejón sin salida» por la oscura idea de que la mayoría ganadora de una elección tiene el campo expedito imperar a sus anchas. Será este criterio el que lo lleve a decir «que si democracia es sinónimo de gobierno de la mayoría dotado de un poder ilimitado, yo no soy demócrata». Y sin duda, ningún auténtico demócrata dejaría que el poder del demos carezca de límites.

Si estas palabras las expresó en Derecho, legislación y libertad (1973-1979), en su intervención limeña de 1980 fue más directo: «El gobierno es un animal muy peligroso, debe mantenerse encadenado.» Sin dudas esas palabras debieron de sonar anacrónicas para un público acostumbrado al discurso que reza que salvo el poder, todo es ilusión. Así es, la creencia de que lo mejor de la vida nace de decisiones provenientes del poder ha deformado el propio sentido común. Ello con mayor razón a fines de los setenta, cuando la moda estaba en que el estado tenga la mayor libertad posible para hacer realidad la “justicia social”.

Curiosamente en 1849 el rey de Prusia se quejó de que se le pongan límites a su autocracia. Como se consideraba la encarnación viva del derecho y la justicia, no aceptaba ninguna disminución de sus prerrogativas divinas. Por ello catalogó a la constitución que le impuso el Parlamento como la cadena de un perro con la que se me quiere atar.

Sabemos de sobra lo que en la década de 1980 ese mismo afán justiciero significó, entre otros males: control de precios, déficits fiscales, hiperinflación, clientelismo, elevada burocracia y apabullante corrupción. Al fin y al cabo, la Constitución de 1979 consagró los “logros” de una dictadura militar altamente descapitalizadora. Así, los políticos de los ochenta jugaron a continuar en la línea trazada por los golpistas de 1968. En consecuencia, prosiguieron sobredimensionando la actividad estatal en nombre del “pueblo” y la “justicia social”.

Para alguien que había dicho que «la democracia es hoy la causa fundamental de la progresiva y acelerada hipertrofia del sector público», era palmario que esa democracia arrastraba premisas abiertamente antiliberales. Premisas abiertamente antiliberales que son defendidas por quienes prefieren anteponer las satisfacciones materiales a los principios del estado de derecho, que son los que ponen frenos al poder.

Todo ello lo advirtió Alexis de Tocqueville en los EE.UU. de inicios del siglo XIX, siendo que será Hayek el que rehabilite esa necesidad de limitar a la democracia en el antiliberal y totalitario siglo XX. Como buen liberal, entendió que ello sólo era dable a través del imperio de los derechos individuales y los de propiedad. De esa forma, el protagonismo de la democracia regresa a la gente. Justo lo que deslumbró a Tocqueville, testigo presencial del florecer de la primera democracia del mundo moderno. Esa república que fue fundada para salvaguardar patrimonios y verlos fructificar, no para saquearlos.

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