Cien años atrás Max Weber ofreció una regla de oro para la intelligentsia: O se busca el conocimiento o se busca el poder. No se puede con las dos cosas a la vez.

Obviamente este aserto tiene un peso mayúsculo en aquellas sociedades donde la labor intelectual es tan valorada que logra convertirse en un medio de vida. ¿Pero qué ocurre cuando se vive en un país donde ello es un casi un imposible?

En la línea del psicólogo experimental Steve Pinker, el filósofo Antonio Escohotado no ocultaba su fastidio cada vez que alguien se catalogaba de “intelectual”. Siendo él un académico y autor de libros, igualmente le daba tirria toparse con alguien que se autocalificaba de “político profesional”. Sin medias tintas, consideraba a estos oficios como parasitarios.

En el caso del político profesional es comprensible la imputación, pero en el del intelectual el asunto solo se entiende si es que —como Escohotado precisaba— apuntamos a esos individuos que hablan de temas que no conocen envolviendo su ignorancia en rótulos y verborragias emocionales en el afán de descalificar las evidencias empíricas. Desde esa actitud antirracional pasan a ser líderes de opinión.

Así pues, Escohotado no se tenía por “intelectual” porque antes que nada él era un amante del estudio que no escatimó esfuerzos por ir a la fuente de los asuntos que llamaban su atención. Su producción bibliográfica es resultado y muestra de ello, un proceder que no tuvo más norte a seguir que el de hablar (o escribir) con propiedad. En ese sentido, estamos ante quien respetó la regla de oro de Weber más allá de su fobia al rótulo de “intelectual”.

Por lo dicho, ¿qué esperar en el Perú de nuestros intelectuales con relación a las mieles del poder?

Cuando en 1990 Mario Vargas Llosa pugna por hacerse de la presidencia de la república, lo hizo ante un mayúsculo peligro: la estatización de la banca. Así, su incursión en la búsqueda del poder respondió más a los riesgos que el poder significaba antes que a un deseo personal por capturarlo. Procedió como una excepción a la regla weberiana. Un actuar excepcional marcado por circunstancias excepcionales (hiperinflación, terrorismo, corrupción y niveles de pobreza africana).

En medio de ese aciago panorama la opinión pública se compró el discurso en favor de la libre competencia, de la propiedad privada y de un estado limitado. Un discurso alentado en calles y plazas por un Vargas Llosa recientemente ganado por las ideas liberales y aún ajeno a toda candidatura presidencial.

He aquí un proceder que sólo un ser dispuesto a ir contracorriente puede llevar a cabo. ¿No es eso lo que un intelectual suele acometer? Tal es como el rechazo ciudadano a los “políticos profesionales” fue liderado por quien estaba en las antípodas de los sólo viven para cazar votos. Con un país descapitalizado por el estado sobredimensionado que dejó la dictadura militar del general Velasco, la población sintonizó con la necesidad de un cambio radical. Y durante años buena parte de esa población entenderá que ese cambio únicamente vendrá con los mercados abiertos, la iniciativa privada y la estabilidad jurídica.

Sin duda la sociedad era otra, y es la sociedad la que le impone el ritmo y el vocabulario de los que codician el poder. Esto último no fue la pretensión de Vargas Llosa, pues se involucró en la lucha contra un gobierno expropiador desde una postura cívica. Por ende, no iba por aplausos. Lo movió una aventura pedagógica liberal. Curiosamente las demandas ciudadanas coincidirán con el programa del escritor (o a la inversa). Cuando éste pierda las elecciones esas demandas proseguirán, condicionando la oferta electoral de los políticos.

Fue esta convicción pro liberal de una considerable porción del país la que al final le brinde a Alberto Fujimori (el ganador de 1990) el soporte necesario para sus reformas, cuando en puridad fue elegido para no hacerlas. Reformas difíciles de ejecutar en cualquier escenario, pero que aquí el grueso de la población las aceptó en aras de terminar con la parálisis socioeconómica. Como se lee, buen tramo de las reformas de los noventas provinieron de exigencias ciudadanas. Exigencias que no necesitaron inicialmente de rupturas constitucionales, sino de políticas públicas liberales.

¿Treinta años después qué queda de ese consenso pro mercado, dónde está ese “pueblo liberal”?

Maquiavelo solía decir que cuando una república entra en crisis, debe de volver a los principios que la fundaron. En nuestro caso, esos principios no están en ninguna de las doce constituciones que hemos tenido. Y no lo están porque su complexión escapa a ese imaginario legalista. Más bien su hechura emana de la conexión entre las demandas ciudadanas y el discurso que hizo posible el innegable consenso liberal.

Como vislumbró Hernando de Soto en 1986, el país optó por el sendero del librecambio y no por el castrante estatistismo y la violencia. Lamentablemente el De Soto del 2021 prefirió comportarse como el paciente de un famoso psiquiatra belga, un joven sudamericano entregado a un onanismo intenso que ansiaba el poder para sentirse realizado.

A pesar de sus 80 años de edad, estuvimos ante quien soslayó que la política no es asunto personal. Más allá de las inevitables farsas, ella es un arte de representación que responde a consensos previos. Esa vorágine de formación de opinión pública en la que los intelectuales liberales son más útiles que los políticos liberales.

(Publicado en Contrapoder, suplemento dominical del diario Expreso, Lima, 26 de junio de 2022, p. 7)

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