Entre nosotros el más remoto precursor de aquellos que juzgan que sin poder no son nada es el mismo que le gritó a sus endemoniadas huestes: “Ea, soldados, andad á derechas, mirá que entiendo vuestras maldades y sé lo que cada uno tiene en su corazón: mirá que conozco gente de Pirú, que no entienden sino en tirar la piedra y esconder la mano”. (sic)

Esa fue la voz que en 1561 redactó una afrentosa carta contra el rey Felipe II proclamando la libertad del Virreinato del Perú de España, ello antes de apuñalar a su amada hija mestiza para que no sea prostituida por gente como él. Después de merodear criminalmente por estas tierras por más de veinte años, el vasco Lope de Aguirre (el sanguinario “prócer” en cuestión) entendió que ya no había lugar para él. Como con el rescate de Cajamarca, todo estaba repartido. Por ende —para espanto de la administración imperial—, los tipos de su perfil sobraban.

Al norte del Nuevo Mundo y a inicios del siglo XVII, el inglés John Smith apeteció replicar el éxito de los castellanos a su arribó a ese paraje que los nativos llamaban Norumbega. No ocultó que evocaba a Hernán Cortés y a Francisco Pizarro al momento de rebautizarla. Si el orbe azteca fue convertido en “Nueva España” y el inca en “Nueva Castilla”, esa parte del Nuevo Mundo pasó a denominarse “Nueva Inglaterra”.

Como es de intuir, hasta ese instante Smith no se diferenciaba de los conquistadores peninsulares. Empero al no toparse con nada parecido a lo que encontraron Cortés y Pizarro, todo cambió. Le fue necesario redireccionar sus intenciones, hasta el grado de modificarlas radicalmente. Ello porque no halló civilizaciones ni medianamente análogas a las que existían al sur del Río Grande. No supo de ciudades como Cuzco ni México-Tenochtitlan, ni de abundancia de indígenas ni de oro ni plata en cantidad. La decepción fue honda, frustrando su afán depredador.

A pesar de la ausencia de “Dorados” y “Jaujas”, Smith no sucumbe, no cae en el hondo desengaño de Aguirre. En al acto, le remite una misiva a los directores de la Virginia Company (la empresa colonizadora) en términos muy distintos a la que recibió medio siglo antes Felipe II del perturbado mental que lo tuteó. Influenciado por la “leyenda negra española”, sugiere que se proceda a poblar antes que a despoblar, que lleguen trabajadores de la tierra, carpinteros, pescadores, herreros, albañiles y comerciantes antes que conquistadores. Frente a la carencia de tesoros, mejor es proceder a diseñar el marco institucional que permita la creación de riqueza.

La diferencia es abismal. Liberados en 1618 de las amarras legales de la Virginia Company que limitaban sus “derechos naturales”, los colonos se organizaron y autogobernaron bajo esa sugerencia. Lo único que ansiaban era una amplia autonomía para trabajar y gozar de los frutos de su esfuerzo. Puntualmente, anhelaban seguridad. En ese sentido, no supieron de soldados vagabundos —como el tirano Aguirre— que afilan el ingenio para violentar lo ajeno antes que para crear lo propio. Los que sólo destruyen porque saben que todo depredador desprecia el orden y el largo plazo. Por lo mismo, estamos ante quienes buscaron defender sus pequeñas hazañas individuales (no exentas de asperezas) erigiendo una legalidad que las hizo fructificar.

Obviamente las reglas de juego que surgieron de ese discurrir distaban de las que operaban en los dominios hispanos. Mientras que las generaciones que siguieron a Smith reivindicaron propiedad, las de Aguirre se limitaron a rogar meras licencias de usufructo. Eso porque el verdadero titular del derecho era el rey.

(Publicado en Contrapoder, suplemente dominical del diario Expreso, Lima, 02 de abril de 2023, p. 8)

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