A pesar de su denominación, esta es la historia de un rotundo fracaso. Pero no de uno simple. Lejos de ello, bien podemos tomarlo como el antecedente más remoto en tierras latinoamericanas de buscar remediar los problemas de la gente en base a la fantasía, el delirio y la tozudez. Exactamente cada uno de esos factores que únicamente saben multiplicar las dificultades antes que resolverlas.

Sin efectivos logros que mostrar, lo que este inaugural intento por dar vida a una sociedad más justa hará trascender será su decorado retórico. Así es, sólo encontrarán palabras de un éxito inexistente. Tal es como comienza todo: A lo que los nahuas llamaron Tezulutlán, fray Bartolomé de las Casas renombró Vera Paz en 1547.

Aunque a primera impresión suene apacible, ese enclave estuvo lejos de ser una “verdadera paz”. Pero el imaginario del fraile dominico se impuso, blandiendo un discurso que no encajaba con los hechos, radicalizando un tipo de retórica moral que calará hondo en el Nuevo Mundo.

Siendo un paraje de aborígenes indómitos, Las Casas juzgó que era un predio ideal para imponer su proyecto de “conquista pacífica”. Lo tuvo como una prueba de Dios, el que amorosamente amansa a las fieras. Si en términos hobbesianos el hombre es lobo del hombre, para el obispo de Chiapas ello no aplicaba a sus “corderos” de Indias.

Pensador más medieval que moderno, más profético que racional, vio en los nativos mesoamericanos el material humano perfecto para demostrar que pueden ser mejores cristianos que los europeos. Es así como obvia que en lengua nahua Tezulutlán significa “zona de guerra”.

De esa manera procedió a apuntalar a su grey de estrenados cristianos, logrando que los conquistadores, la Audiencia, el Virrey de México primero, y luego el papa, el emperador Carlos V y el rey Felipe II, acepten una jurisdicción plenamente gobernada por dominicos y libre de españoles. Esto último fue su mayor hazaña: el prohibir que ningún hispano se adentre en ese territorio ni mucho menos que se lleven a sus recién ganados feligreses para ser adoctrinados en sus encomiendas.

El proyecto de Las Casas puede parecer de vanguardia, pero su apuesta por darle “libertad natural” a los indígenas distaba de toda aproximación a pensadores como Grocio, Hobbes, Spinoza o Locke. Ni siquiera coincidía ni medianamente con su contemporáneo, compatriota y miembro de su misma orden religiosa Francisco de Vitoria.

Envuelto en su capricho y cerrazón que convertía a los aborígenes en querubines terrenales, fray Bartolomé no se hizo complicaciones con permitirles la antropofagia. Tenía fe que la fuerza de la predicación y la conversión voluntaria los aleje del canibalismo, la promiscuidad y demás costumbres paganas. Al fin y al cabo, los asumió como las más hermosas y nobles criaturas que —precisamente por ello— habían sido engañadas por el demonio.

Dentro del mosaico de etnias y naciones de esa amplia zona liberada de europeos, estaban los lacandones. Asentados en las selvas de la península de Yucatán, serán estos guerreros natos los que comiencen a desarmar la paz de la Vera Paz. Y lo harán arremetiendo contra otros pueblos de naturales, procediendo a asesinarlos y esclavizarlos. La fantasía indiana de Las Casas implosionó. Sus adorables naturales se comportaron como los más crueles conquistadores y encomenderos, a lo que los dominicos tuvieron que pedir humillante auxilio.

Tal es como el célebre Protector de Indios contribuyó a gestar una extensa “tierra de nadie”. Por ello los lacandones recién serán sometidos a fines del siglo XVII. Como colofón de este fiasco, ello le permitirá a los ingleses penetrar al sur de ese espacio y fundar Belice.

(Publicado en Contrapoder, suplemente dominical del diario Expreso, Lima, 16 de abril de 2023, p. 8)

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