Según James Harrington, si un hombre llegó a fundar una república, era ya un caballero. Pero si ello no sucede, ¿entonces qué es?

Para comenzar, se entiende que entre caballeros el respeto es mutuo. Conviven entre sí en paz y justicia, que es el fin de toda comunidad política. Mas, ¿y si éstos no abundan a qué se acogen?

El problema no es menor ni puramente teórico, pues casi no hay político que no reclame una refundación de la nación precisamente por esa carencia. No pocos ciudadanos dicen sentirse ajenos al orden establecido. Y siendo que los políticos dependen grandemente de las mayorías, ¿cómo hacer viable una república si los caballeros escasean? Por tal razón, ¿alguien verdaderamente podrá sorprenderse por la proliferación de discursos incendiarios?

Si medimos al caballero de Harrington con el individuo que actualmente medra de las rentas estatales, es claro que también la abundancia de caballeros es un problema. Al ser estos demasiados la gente común será ruin, dándose la paradoja de contar con mucha población y escaza fuerza. He ahí un escenario apto para que prime —junto con la pereza y el nulo compromiso social— la envidia, la traición, la disidencia y una encendida retórica de odio contra todo lo dado.

¿Realmente quién puede gozar de seguridad con legiones dispersas de enfurecidos depredadores por doquier? ¿Solo los corruptos, la canalla y el lumpen? Por ende, ¿cómo ligar la suerte de los se benefician directamente de la república con los que no?

Asumiendo que en toda sociedad existen élites, Harrington (en su día “caballero de la alcoba real”, por lo que atendió al desafortunado Carlos I en los momentos previos a su decapitación) juzgó que el equilibrio entre caballeros y no caballeros debería darlo un marco institucional centrado en el derecho de propiedad. A su entender, sin propietarios no hay república, sino sólo criaturas violentas, adulonas y serviles.

Si en su día estos comportamientos eran propios de los nobles y aristócratas que medraban a la sombra de las cortes palaciegas, en el presente esas actitudes arrastran a un universo de personas más amplio gracias al alcance democratizador del estado moderno. A pesar de ello, son estos sectores y no el pueblo los más voraces. Como sentenció Harrington en su Oceana (1656): Vuestros bandidos no son como mercaderes, ni como los que se dedican a la industria: suelen ser aquellos que por su educación aspiraban a ser caballeros.

No en vano la proliferación de expertos en “políticas públicas” ha ido de la mano con gobiernos adictos a los presupuestos sobredimensionados, donde los que generan riqueza pagan las ocurrencias conductistas de estos neomandarines. Abiertamente un deliberado socavamiento de la propiedad tanto como un espaldarazo a los demagogos, oportunistas y radicales de toda laya.

Se arremete contra una entidad que muy bien puede servir de elemento ordenador de la sociedad y que ayude a civilizar a los incivilizados. Por ello de la importancia de que proliferen propietarios antes que escaseen. La vitalidad y moralidad de un país estará en este factor a la par de su correspondiente mejor predisposición para aplacar las furias de las ocasionales frustraciones o fracasos.

Si William Harvey descubrió el sistema de  circulación sanguínea del cuerpo humano, Harrington dará un aporte análogo en el cuerpo social: encontrará que el poder siempre va detrás de la propiedad. Será ésta institución la que lo diseñe y determine. Al estar ella en pocas manos, los frenos éticos y legales carecerán de eficacia frente al mero resentimiento de los que no la poseen; pero si muchos la poseen, esos frenos ético-legales cobrarán peso y sentido.

(Publicado en “Contrapoder”, suplemento del diario “Expreso”, Lima, 30 de abril de 2023, p. 8)

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