Antes que el presidente Santiago Zavala se desplome y se rompa la nariz en el podio del Congreso, en su cerebro apareció —como un destello— la imagen de una pancarta luminosa que rezaba: “¿Por qué se te ocurrió preguntar en qué momento se jodió el Perú? ¡Todo fue peor después de tu pregunta!” Obviamente, lo tomó como una señal.

Medio siglo después de lanzar esa interrogante, el otrora Zavalita (el de la pregunta) había sido elegido Presidente de la República por puro accidente. Realmente, por una retahíla de accidentes y una pandemia (con sus “olas”). Para empezar, la propia palabra pandemia sonaba desconcertante. Como lo dijo el ex presidente Sagasti, ya eran tiempos de claras tendencias de género.

¿Pero quién se acuerda de la dictadura de Sagasti, de su antecesor el “carnicero” Merino, del neroniano Vizcarra y de cada uno de los que llegaron y cayeron hasta arribar a ese antaño flaco bohemio, descastado, acomplejado y comunista Zavalita? Ese que en su mocedad no quería ser como su padre —atiborrado de contratos con el gobierno corrupto de Odría—, pero que luego se convirtió en el campeón de las consultorías. Por aquí, así son los expertos en políticas públicas.

Si al final era común verlo desplazarse en coche blindado, aún hay quienes lo recuerdan enrumbando a pie por la avenida Tacna teorizando por un “cambio radical”. Eso es lo que el general Velasco le obsequiará. Días hermosos, exclamará siempre suspirando profundamente. Poco importaba el detalle que cuando hacía su recorrido de joven cronista por el centro de Lima no había que esquivar vendedores ambulantes ni toparse con legiones de mendigos. Por entonces aquella “ciudad horrible”, extranjerizante, ociosa y antiperuana, era bonita. Si quieren —que es lo que le dijo en el Haití a su contertulio Vallejos un día—, falsa, artificial, española, con los ojos puestos en Europa y Estados Unidos antes que en los Andes, donde habita el Perú verdadero, pero cómoda y vivible.

Curiosamente cuando Zavalita comenzó a convertirse en Zavala —el doctor Zavala, para ser precisos— la Ciudad de los Reyes se “inundó de indios”, como gritaba su madre. Por ello evitó ir al pestífero centro. Prefería el tranquilo, limpio y seguro Miraflores. Recuerda cholo —espetó más de una vez al advertir cualquier asomo de incoherencia—, mi familia materna proviene de indios de piel clara y ojos azules, más gringos que tú y yo.

La calcutizada Lima de los setenta y ochenta le causaba repulsión. El mare magnum de migrantes de las serranías sólo puede ser comparado por la penosa migración venezolana del siglo siguiente, siendo que en ambos casos Zavalita aplaudió las medidas que hicieron posibles dichas diásporas. Incluso en el caso de la migración de los peruanos del interior estuvo en el gobierno que gestó la reforma agraria que empobreció el campo para devolverle la “dignidad” a los campesinos. Días heroicos, nuestra segunda independencia, rememoró en una entrevista para Cadena Sur a la salida de los funerales del comandante Chávez.

Antes de verlo convertido en pajarito y elevarse por los aires, Zavalita asumió que su ya larga historia de “luchador social” merecía una consagración electoral. Esa epifanía ornitológica fue la misma que vio en 1968, cuando sintió el llamado de la revolución. Aunque un tío experto en el hoy olvidado arte de la frenología —y célebre lombrosiano limeño, para más señas— le había informado a su padre que padecería de esos raptus místicos cada cierto tiempo, por entonces lo tomó como parte de la convocatoria a la intelligentsia. Para ser sinceros, fue parte de los que se convocaron solos logrando la dirección de uno de los diarios expropiados en favor de los campesinos. Es decir, eran los tiempos cuando Zavalita jugaba con el runa simi, usaba ojotas, poncho y chacchaba coca. Remotos días cuando “puso el hombro” para destruir los logros de los viejos emprendedores. A su entender, el que la informalidad y el mercado negro haya aumentado sólo fue un mero efecto colateral de su apuesta igualitarista. Empero, cuando veinte años después hizo un detenido análisis de ese “desborde popular” concluyó lo siguiente: son fruto de nuestros cursos de emprededurismo.

Ello lo expresó en los noventa, cuando su accionar político se opacó y pugnaba por reinventarse luego de sus fallidos intentos por —sucesivamente— alcanzar un puesto de regidor distrital y diputado en la década anterior. Lo único que logró fue una cátedra universitaria que le daba prestigio pero no gasolina para su viejo Volkswagen. Sería su refugio, su taller de imaginarios en aras de la planificación al poder: ¿Por qué el pan francés mide lo que mide y no lo que debería medir?, le planteaba a sus alumnos abriendo los ojos a más no poder.

Desde que concluyó la dictadura de Velasco vivió años económicamente duros, hasta que con Fujimori aparecieron las consultorías y volvió a sonreír.  Con nueva dentadura a cuestas, la última parte de su historia es por demás conocida. Para qué abundar en su aceptación para integrar la lista parlamentaria de Guzmán, que lideró las encuestas a lo largo de toda la campaña pero que en el momento de la elección fue sobrepasado por media docena de competidores más rápidos —literalmente— que él. Como resultado final, sólo logró meter al Congreso a tres partidarios. Entre ellos —confundido con el “cochero” Fernández Chacón —, a su querido profesor Zavalita.

Como bien sabemos, nadie —ni él, indubitablemente— imaginó su encumbramiento a la primera magistratura de la nación. A lo mucho, sólo era un sueño. Menos profetizó su descalabro desde el podio. Como Pericles, Zavalita sucumbió a la peste. Se desplomó cerca del nuevo presidente del poder legislativo —el “cochero”— justo en el momento en el que iba lanzar una nueva interrogante —su más inmensa pregunta celeste, siguiendo a Toño Cisneros— a todo el país: ¿Me oyen?, profirió golpeando el micrófono y estropeándolo. Palmaria demostración de que —como dijo el recordado Cayo Bermúdez, el popular “Cayo Mierda”, jefe de la represión de Odría— aquí cambian las personas, nunca las cosas. En el acto, Fernández Chacón se ciñó la banda presidencial.

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