Cuando Adam Smith vino al mundo el 5 de junio de 1723, su natal Escocia aún distaba de ser un paraje materialmente bendecido por la ética protestante. Es decir, la tesis de Max Weber no encajaba con su realidad.

Pobre y presbiteriana desde mediados del siglo XVI, no será por influjo del calvinismo que Escocia cambie su suerte. Cuando ello acontezca, sólo será suficiente husmear en los movimientos aduaneros y portuarios. Así pues, que el primer libro de Smith (Teoría de los sentimientos morales, 1759) haya tratado sobre la importancia del propio interés dentro de una teoría moral nos informa de un radical viraje que sólo la dinámica del comercio sabe brindar.

Desde este influjo, Smith ofrecerá una relectura del comportamiento humano directamente tributaria de pensadores como (entre otros) Thomas Hobbes y John Locke. En sintonía también con Nicolás Maquiavelo, para Smith las personas actúan generalmente por egoísmo. A su entender —lo indicó en la Riqueza de las naciones (1776)—, no es por la benevolencia del carnicero, del vinatero, del panadero por lo que logramos obtener nuestros alimentos, sino por el afán de ganancia de los mercaderes.

Contra lo que pudiera pensarse, para él esa apetencia material distaba de ser incompatible con el afecto al prójimo o con la dignidad. Pero obviamente ello en sí terminaba por liquidar el imaginario estamental del “antiguo régimen”, donde la comunidad imperaba a sus anchas y la virtud era exclusivo don de “almas excelsas” (especialmente de magnates y príncipes). Como James Harrington, Smith prefirió buscar ésta última en las instituciones antes que en proteicos héroes. Al respecto, anheló redactar una teoría legal —la que nunca concretará— que relieve a los derechos individuales y patrimoniales del que más, para a su vez generar incentivos que habrán de ser de provecho general a pesar de partir de iniciativas personales.

Al igual que David Hume y Adam Ferguson, Smith fue enemigo de las reglamentaciones y de los planificadores omniscientes. Es por ello que recurrió a la figura de la mano invisible, donde siguiendo cada particular por un camino justo y bien dirigido, las miras de su interés propio promueven el del común con más eficacia, a veces, que cuando de intento piensa fomentarlo directamente.

Estamos ante quien tiene a lo utilitario como un bastón que le permite al hombre desplazarse racionalmente. Gracias a ese instrumento el amor y la generosidad sólo son relevantes y legítimos dentro del entorno amical o familiar, pero contraproducentes fuera de esos espacios. Como lo precisó Ronald Coase, un político motivado por esos impulsos tenderá a favorecer a su familia, amigos, miembros de su partido, habitantes de su región o país (y esto tanto si es elegido democráticamente como si no).

Claramente, las grandes sociedades (las modernas o complejas) no pueden gobernarse como tribus. Para Smith depender de la fuerza de los mercados garantiza un mayor impacto social que la generosa ocurrencia de cualquier mandatario benevolente. En esa línea, apuesta por el imperio de la justicia antes que el de la beneficencia. Por eso la tiene como el pilar fundamental, como la pieza medular de los países comerciales, donde la ley es suficiente para proteger a la persona más humilde.

Smith concebía que una nación podría mantenerse fácilmente sin beneficencia, pero no sin justicia. ¿Qué se puede construir sin garantías a la vida, la propiedad y los contratos? Puntualmente, para él la beneficencia es meramente el adorno que embellece el edificio, no la base que lo sostiene. Al fin y al cabo, eso es lo que le demostró el palmario progreso de su Escocia natal.

(Publicado en el diario Expreso, Lima, domingo 4 de junio de 2023. p. 25)

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