En 1935 Johan Huizinga se preguntó: ¿Cómo explicar un mundo de mejoras sociales a la par de un severo deterioro de las conductas políticas?

Casi un siglo después, las cosas han seguido mejorando por un lado tanto como empeorando por el otro. La facilidad con la que se insulta, humilla y desprecia al ocasional oponente político —el que más tarde puede ser un aliado— así lo demuestra. La propensión a la agresión verbal antaño circunscrita a los demagogos, a la canalla y al lumpen hoy se encuentra tan generalizada como los avances en la calidad de vida de la gente.

Concentrándonos en los sectores beneficiados por este progreso, basta con asomarnos al griterío y proceder de los movimientos identitarios del presente (en su múltiple variedad de segmentaciones sexuales, raciales, clasistas, médicas, psicológicas, etc., con su rebuscado lenguaje a cuestas) para comprobarlo. He aquí una vuelta a las disputas escolásticas, pero con navaja en mano.

¿Estamos ante un resurgir tribal? ¿El anhelo de un mundo “exclusivamente para mí y mis amigos”? Si en la constitución cubana (como en la norcoreana, presumo) únicamente los campesinos y proletarios tienen “derechos” —por lo que los demás son gusanos—, los que anhelan convertir sus sociedades en eco directo de sus imaginarios guetos endogámicos no van por vía distinta.

Como siempre, la furia contra lo burgués —enmarcada como un rótulo peyorativo en el siglo XIX tanto por conservadores como por socialistas (entre éstos últimos fascistas como Mussolini)— es la que le da fuelle a dicho comportamiento. Eso es lo que lo sobrecarga y envilece, fraguando falsos heroísmos y falsas promesas libertarias. No hay que tener muchas luces para advertir que el grado de fanatismo e hipocresía que envuelve a estas posturas acontece en afán por capturar cuotas de poder, lo que va de alcanzar preeminencia pública a la de lograr una partida en el presupuesto gubernamental.

En su día Huizinga fue testigo de esas plagas morales que tienen como objetivo directo demolerlo todo para imponer sus quimeras. Por ello de su retórica virulenta, que soslaya que la solidaridad fructifica ahí donde se produce riqueza. Por ende, ¿por qué tratar a los logros personales como actos vergonzosos? ¿A qué se debe ese afán por ahogar las humanas iniciativas, por frenar la explosión de esas individualidades que da lumbre y pan? ¿Por qué depreciar aquellas libertades que ha hecho del hombre más digno porque simplemente lo han hecho más dueño de su propio destino?

Nacido en la civilización liberal decimonónica, para Huizinga sólo la sociedad capitalista es la que permite que la cooperación social advierta la presencia del “otro”. Si los valores que hacen posible este sistema están bien arraigados, entonces se podrá capear con éxito los fuertes vientos de las “grandes ideas”. Justo esos programas que el famoso historiador neerlandés tuvo como amenazas al modus vivendi de su propio país. Una nación que durante siglos se forjó en la férrea convicción de la importancia de instituciones urbanas que apuntalaron su espíritu burgués: la propiedad privada, los contratos, los mercados libres, la tolerancia, una justicia predecible y los valores republicanos.

Esa es la base de su constitución. Una fuente lo suficientemente clara como para volver a ella en cada crisis o desvío de ruta. Obviamente son unos soportes que no limitan sus efectos a lo puramente material. La fama humanitaria de los neerlandeses en los tiempos de guerra así lo comprueba. Eso porque un comerciante nunca es un guerrero, sino meramente un civil defendiéndose. Puntualmente un burgués que carece de mayor simpatía por las revoluciones, por los disturbios y las atmósferas densas.

(Publicado en el diario “Expreso”, Lima, domingo 25 de junio de 2023, p. 25)

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