Aunque el libro de Daron Acemoglu y James A. Robinson (Por qué fracasan los países. Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, 2012) puede confundir sobre qué es realmente una sociedad liberal, ello no desmerece la “idea fuerza” que buscan apuntalar: la importancia de las instituciones.

Pero lamentablemente el intento de los autores se queda en el rótulo. Cometen el yerro de reforzar la convicción de que las instituciones dependen en grado sumo del estado, que él las crea y que todo lo que brota fuera de él es producto del puro azar. Olvidan que hasta la suerte necesita de un base cierta para fructificar, como bien lo supieron los antiguos.

Autolimitados a ligar el crecimiento económico con el surgimiento del estado, asumen que los siglos XVI y XVII son claves para hablar de derechos ciudadanos y progreso. Obviamente, caen en la trampa del historicismo y de la modernidad. Con ello soslayan que esas variables Europa las tuvo mucho antes de ese período, si es que de Europa hablamos. Bien podemos extender la historia hacia la civilización de la urbanidad del mar Mediterráneo, donde sin duda Roma (la cuna del derecho) tiene mucho que decir en sus mil años de existencia.

Como vemos, Acemoglu y Robinson dejan de lado un rico legado de soportes institucionales que Tito Livio, Maquiavelo, Montesquieu y Tocqueville verán tanto con nostalgia como punto de inspiración para buscar un orden político basado en libertades. Esas libertades que un autor plenamente adscrito a la inclusiva Revolución Gloriosa de 1688 como John Locke, entenderá naturales a todo ser humano. Siendo que será Locke el que describa las características y alcances de la institución más importante para la viabilidad moral y material de una sociedad: la propiedad. Y en Locke esa propiedad no la da el estado.

Así pues, la visión de institucionalidad que manejan Acemoglu y Robinson dista mucho de emanar de la propia sociedad. En esa línea, nos bridan una salida que en América Latina conocemos de sobra: la primacía de las soluciones estatales a las soluciones de mercado. ¿Quizás por ello vieron con optimismo el corrupto Brasil de Lula?

¿No es esa apuesta la que ha generado clientelismo, corrupción y capturas de mercados antes que la liberalización de los mismos? ¿No es sobre esa misma base que la élite burocrática saca “políticas públicas” abiertamente antiliberales? Por ende, ¿habrán advertido los autores cómo sus fobias a los emprendedores norteamericanos del siglo XIX (a los que prácticamente catalogan como delincuentes) puede ser entendida en América Latina, donde hay escasez de emprendedores de gran impacto social?

Con todo (y con esto me quedo), Acemoglu y Robinson nos recuerdan que: «Perú no está condenado a la pobreza debido a su geografía ni su cultura. En nuestra teoría, Perú es mucho más pobre que Europa occidental y Estados Unidos hoy en día debido a sus instituciones y, para comprender por qué, debemos entender el proceso histórico de desarrollo institucional en Perú.»

(Publicado en el diario “Expreso”, Lima, domingo 13 de agosto de 2023, p. 25)

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